martes, 5 de febrero de 2008

Born to be wild (born in Mytholmroyd)


La última palabra de Ted Hughes (1930-1998) *

El poder de la poesía, según Ted Hughes, es hacer que las cosas ocurran como uno quiere que ocurran. Esta atribución, en su caso, tiene algo de ominoso. En dos ocasiones a Hughes le ocurrieron cosas que lo acercaron más a la nota roja que a la musa. El suicidio de su primera esposa, la poeta Sylvia Plath, en 1963, y el ulterior suicidio de su segunda mujer, Assia Wevill –quien también mató a Shura, la hija de ambos– en 1969, parecerían colmar cualquier deseo de acontecimientos y sacrificar el postulado de una estética futurista a favor de algo más tenue: la mera sucesión cronológica. La poesía, en este espacio más modesto, sería lo que sucede después de los hechos y su poder consistiría no en revelarlos, sino en concederles el rango supremo de un destino. De esta manera, sólo en retrospectiva cobraría sentido el dictamen de Hughes: escribir acerca del pasado como si uno lo hubiera determinado de antemano. Así, la inevitable consumación podría asemejarse a una forma discreta de profecía. El tiempo verbal de su expresión sería lo de menos.Hughes, en cierto modo, extremó aún más este futuro del pasado: intentó inventarle una vida a la muerte. Lo hizo primero en 1970, con su libro Crow, escrito para conmemorar a Assia Wevill y a Shura; y más tarde, en febrero de 1998, con Birthday Letters, el homenaje casi póstumo que le dedicó a Sylvia Plath, a unos cuantos meses de su propia muerte, el 28 de octubre, recién cumplidos los 68 años.
La primera apuesta produjo un artefacto, no un milagro. En Crow los poemas representan hasta la rigidez los actos previsibles de una alegoría. A diferencia de los numerosos animales en la poesía de Hughes, que suelen encarnar el caos perfecto de un mundo rousseauniano y cuya metáfora se reduce a tomar la naturaleza al pie de la letra, el cuervo de esta obra peca con el ahínco excesivo de un demonio. Es la muerte travestida, y el disfraz genera una especie de teatro macabro, donde el personaje oscila entre el autoescarnio, la conciencia social y la moraleja. Hughes, quizá con tino, fue pudoroso con su tragedia, que finalmente raya con el escándalo; pero cometió el error artístico de hacerla desembocar en el territorio incómodo de un catecismo secular. El cuervo empieza por ser un agente del mal, un sucedáneo de la Guerra Fría, y acaba, más lógicamente, por sumirse en el mero solipsismo.
Birthday Letters, en cambio, sí logra alterar la historia. En este libro no sólo recobra vida la muerte, sino que Hughes por fin vence casi toda la serie de condenas que lo convirtieron durante años en el arquetipo feminista del verdugo. Para empezar hace añicos el tabú de su propio silencio y se da el lujo –programado de acuerdo con el reloj de su enfermedad– de pronunciar la última palabra. Luego, contra lo esperado, no lanza un mea culpa, sino un extraño testimonio de amor hecho a escala humana, en el que al martirio y a la santidad de Sylvia Plath les opone los datos ordinarios de un matrimonio que se va deshaciendo conforme se endurece la tiranía de las obligaciones, entre ellas, la de la felicidad. A fuerza de colocarlo en un escenario verosímil, transforma el mito en un género más tangible, el relato, donde por fin la utopía y el infierno de la mancuerna literaria Hughes-Plath desaparecen bajo el peso de las circunstancias. En esta versión ninguno de los dos queda empequeñecido; simplemente adquieren volumen, se les añaden días, episodios, casas, niños, objetos y un desenlace. El de Plath había quedado trunco; aquí se cierra. El de Hughes tuvo más fortuna: culminó con un libro excepcional.
Hasta la fecha, se han vendido 100,000 ejemplares de Birthday Letters sólo en Inglaterra. Sin duda, Hughes ganó la partida tanto biográfica como literaria. Ya en 1997 sus versiones de las MetamorfosisTales from Ovid– lo habían puesto a las alturas de un clásico, incluso al grado de hacer olvidar la autoría original de los poemas. Ahora, con este último libro, Hughes recuperó para siempre el poder que ansiaba para la poesía: que fuera la justa creadora de los hechos.

Tedi López Mills
enero 1999

* Extraído del sitio http://www.letraslibres.com/
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El punto tierno

Tus sienes, donde el pelo se hacía más tupido
eran el punto tierno. Para probar, un día
solté una lima entre los electrodos
de una batería de doce voltios: hizo explosión
igual que una granada. Alguien te llenó de cables.
Alguien bajó la palanca. Te arrojaron
el rayo en la cabeza.
Con sus delantales blancos, con sus caras de nada,
iban revoloteando
para ver cómo estabas, atada en tus correas,
si tenías los dientes intactos todavía.
La mano en la palanca calibrada,
sin sensación alguna a no ser por la falta
de toda sensación, bajó para buscar
algún resabio sensitivo. El miedo
era la nube que formabas
cuando esperabas los relámpagos;
vi la rama de un roble partida por el rayo;
y vos, la pierna de tu Papi. ¿Cuántos ataques
sufriste de ese dios que te arrastraba
de los pelos? Los informes
huían de regreso a las nubes. ¿Qué era lo que subía
hecho vapor? Donde los pararrayos vertían lágrimas de cobre
y el nervio se arrancó su propia piel
como una criatura chamuscada
huyendo de la bomba. Te arrojaron,
hecha un pedazo rígido de alambre retorcido
sobre el tendido eléctrico de Boston. Las luces
del Senado bajaron su tensión
cuando tu voz se zambulló hacia adentro
abriéndose camino más allá del refugio del sótano.
Emergió años más tarde,
sobreexpuesta como una placa radiográfica,
el mapa del cerebro todavía salpicado de negro
con esas cicatrices de tierra calcinada,
producto de tu huida. Y tus palabras, caras
de espaldas a la luz, que se aferraban
a sus propias entrañas.


Imitar a Cristo

Vos no querías imitar a Cristo. Aunque tu Dios
era papá y no creías en otro, vos no querías
imitar a Cristo. Por más que caminabas
en el amor de tu papá. Por más que contemplabas
como a una intrusa a tu mamá.
¿Qué tuvo ella que ver con vos,
salvo apartarte de tu padre?
Cuando la luna de sus grandes ojos
de párpados caídos
bajó casi hasta el suelo
prometiendo la tierra que veías,
vos viste tu destino, y le gritaste:
¡Aléjate de mí! Vos no querías
imitar a Cristo. Vos querías
estar con tu papá,
adonde fuera que estuviese. Tu cuerpo
te impidió pasar del otro lado. Y tu familia
que era carne de tu carne y sangre de tu sangre,
hizo las veces de barrera. Y cualquier Dios
que no fuera tu papá
era un dios falso. Pero vos
no querías imitar a Cristo.


(traducción de Ezequiel Zaidenwerg, extraído de http://www.zaidenwerg.blogspot.com/)
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El color de Cuervo

Cuervo era mucho más negro
que la sombra de la luna
tenía estrellas

Cuervo era mucho más negro
que cualquier negro
tanto más negro
que la pupila del negro.

Como el sol, incluso,
más negro
que cualquier ceguera.

(traducción de Jordi Doce, edit. Hiperión)

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