miércoles, 29 de octubre de 2008

Latitud Bustos (II)

Dice Heidegger que la poesía es una especie de juego, pero un juego que reúne a los hombres para que cada uno se olvide de sí mismo. La escencia del juego es gregaria. En Bustos esa idea se impone a medias. Porque se trata de un juego solitario; es decir, Bustos juega como si fuera el cronista de su funcionamiento.
Pero lo que intentamos poner en práctica es la idea de que los textos de Miguel Ángel Bustos jamás pueden leerse como románticos, o neo-románticos (no está mal que lo fuera, desde ya), porque no responde a una estética de alto relieve de los símbolos. Si bien su discurso poético lo sugiere, de inmediato Bustos se encarga de mortificar el secreto y amenazar el misterio. Un poeta romántico extrae de su realidad la fábula que condensa su expulsión del circuito cotidiano, y para eso necesita imaginar a cuenta suya. Los románticos apelan a una imaginación alejada de la estructura literaria, y por eso, aunque cueste creerlo, relativizan el impacto del poema. En Bustos sucede otra cosa.
Habría que observar los textos de este escritor como los de un administrador de signos. O como diría Bernhard, un "imitador de voces". Si en los románticos se imponían tres mecanismos de elaboración simultánea para escribir un poema (fabula + absorción de lo cotidiano + imaginación/invención), en Bustos se parte desde ese presupuesto, es decir, comienza con un cuarto e hipotético ejercicio creativo: la descentralización del mecanismo romántico, mediante la inclusión de nuevas jerarquías. El romántico necesita trazar un recorrido hacia un infinito como estética absoluta; el suceso poético en Bustos tropieza precisamente con ese infinito, allí donde comienza a imponerse la mediatización de la realidad. La realidad no es parte del sinfín, sino su punto de partida. Los poemas de Bustos elaboran ese pasadizo sin énfasis. Pero la realidad, como categoría subyacente, no tiene en Bustos su registro documental, ese apego a los hechos que funcionaliza la invención como un hecho narrativo. Al trabajar sobre el registro prosaico, Bustos se apropia de una genealogía escritural que trabaja la poesía como un códice ilustrado. Hace pocos días atrás conversando en La Plata con el poeta Horacio Fiebelkorn, él apuntaba un nombre que podría formar parte de la familia literaria de Miguel Ángel Bustos. Esa persona es Jacobo Fijman. En un punto, tiene razón y mucha. Los dos son místicos incurables, aunque no habría de observarse el misticismo como un síntoma inequívoco de desarreglo neurológico, o para decirlo con mayor eficacia, de la locura. La idea de locura en poesía es una idea en extremo peligrosa, porque devuelve al lector la certeza de que sólo por fuera de la razón se construyen imágenes contundentes que propulsan afecto y lenguaje. Y lo que la poesía de Fijman y Bustos nos muestra es que el riesgo estético y las propuestas literarias innovadoras son manifestaciones trabajadas del pensamiento poético, cualquiera que éste fuese. La diferencia entre el autor de Molino Rojo y el de Fragmentos fantásticos, es la intermediación por diálogo. Fijman habla con su dios, o más bien, lo interpela, lo que lo acerca a la propuesta inquisitoria-devocional de un autor como Paul Celan, aunque con estéticas disímiles y resultados literarios muy diferenciados; en Bustos, en cambio, no hay diálogo sino a través de invocaciones a seres de carne y hueso (la madre, los hijos, la humanidad completa), y ese puente es trazado apelando al simulacro de la alegoría. Si pudiésemos descifrar qué movimiento inaugura Bustos, ése es el del misticismo alegórico. La alegoría es un sistema extenso y subdividido de imágenes metafóricas, que representa una experiencia humana real. Ese misticismo alegórico desaparece con él, no deja descendientes. Más allá de esto, es bueno reconocer que el misticismo de Bustos se construye en base a estigmatizaciones del pensamiento romántico, pero que consigue diferenciarse de cualquier escuela, incluso la de los metafísicos (John Donne, Andrew Marvell, y entre los nuestros, Alberto Girri), ya que el autor de Visión de los Hijos del Mal es un poeta que no rehuye de la intuición para alcanzar imágenes voluminosas.
En ese sentido se desprende la pregunta siguiente: ¿Por qué Bustos, entonces, no es un romántico ni un surrealista? Vamos por partes, aunque en el intento de reflexionar uno se puede poner un poco reiterativo. No es un romántico porque en sus textos la imagen se elabora metonímicamente, es decir, desplazando hacia adelante los engranajes de construcción de la oración, o bien del verso. No lo digo porque sí, sino es el propio Bustos quien lo afirma. En el excelente volumen de prosa editado por el Centro Cultural Floreal Gorini (Miguel Ángel Bustos. Prosa 1960-1976), encontramos un texto de Bustos que es un mecanismo en sí mismo. Una cajita de Joseph Cornell pero desmontada por Charles Simic y Lorenzo García Vega; ese texto es Filmpoema. En este texto-sistema presenciamos el funcionamiento de un poema que no es, porque no hace falta jerarquizarlo como tal. En el comienzo Miguel Ángel Bustos se pregunta: "¿Qué es la imagen sino el movimiento 'siempre andando', agua de mar a otro mar, átomo de la palabra?".
En primer lugar, en esa frase, Bustos recluye a la metáfora para separarla de su rol como árbitro en la sustitución de sentido. En Bustos no existe reemplazo sin glosa, porque lo que sobrevive es la propagación de un movimiento. Eso es el deslizamiento de una suma de metáforas que conforman una imagen; a la suma de imágenes se le llama invención. Y la suma de invenciones determina una convención abatida por la hermenéutica, pero que engarzada como corresponde consigue denominarse, así nomás, estilo. Esto acerca el método de Bustos (si es que esto existiera como tal, claro) al proceso de narración del cine, y por ende, a su piedra basal: la metonimia (casi en su definición más barthesiana, aunque también habrá que apuntar cuestiones de procedimiento). Lo nuclear aquí es descifrar qué nos dice la mirada de Bustos, y no categorizarla para rehuir de elementos que pululan en el centro auricular de los escritores de poesía. La no-categorización de Bustos, en ese sentido, desmonopoliza el discurso de la poesía de los sesenta, antes o después de la enunciación, como un efecto sin causa de la borradura. En Bustos la palabra no tiene duración, porque es alcanzada por los efectos de su propia intencionalidad. Octavio Armand, en Cómo escribir con erizo, y hablando sobre temas más o menos alejados de la estética michelángela, decía lo suyo con su claridad habitual. Refiriéndose a la censura y a la autocensura, el creador cubano (Guantánamo, 1946) aclara que en este movimiento perverso "lo dicho se reduce a lo que se iba a decir y lo que se iba a decir se reduce a lo indecible". La materialidad del discurso está en esa mudez, que sólo la impaciencia de monjes del significado la reducen a una idea acuosa: el silencio. Cuidado: cuando un escritor de poesía da fe de que su búsqueda es el silencio, está pidiendo a gritos que lo escuchen, o que lo ayuden a escribir algo de relieve.
En fin, qué cosa.
Sigo un poco más con la palabra del cubano Armand: "Poder e impotencia, así, confabulan una escritura trazada exactamente contra otra escritura, sólo que exactamente al revés" (la negrita es de Armand). ¿Y eso, cómo se relaciona con Bustos? Lo siguiente: se parte de la contraescritura para lograr la escritura. Ya se sabe: el estilo es así, cuando semeja débil, allí está su fortaleza. Los surrealistas caían en malabares sintácticos extraordinarios, pero fundían a cero grado. Hubo excepciones, claro: el primer Artaud, René Char, Desnos, Cesaire, y entre nosotros, el enorme Madariaga, Juan Antonio Vasco, algún Molina, poco y algo de Carlos Latorre, y el olvidado, lamentablemente, Miguel Ángel Speroni, autor de la fabulosa novela lírica La tarántula (editada en 1948, y reeditada por el sello Noé en 1972), sin duda uno de los antecedentes más directos de la poesía de Bustos. La diferencia con éste es que Speroni, por momentos, trabaja sobre un lenguaje pre-barrial (como el de Salvador Irigoyen, como el de Filloy, o el Alejandro Losada de Andá cantale a Gardel), algo así como la napa del soporte verbal. Y Speroni era un surrealista, tanto o más que los resultados de los trabajos de Madariaga sobre sus esteros fosforescentes, o el vaivén corporal-acuático de las palabras de Molina. Los acerca a Bustos esa deriva sobre la anécdota, que es profunda y a la vez cubre de cierta violencia infantil la superficie de la lengua. Porque los poemas del autor de El Himalaya... tienen en su meollo un relato que progresa gracias a esa velocidad de sucesos fuera de ilación, que sólo puede proveer el uso de la metonimia.
Ahora lo recuerdo: en el prólogo a la edición de la prosa de Bustos, Rodolfo Mattarollo, comienza su evocación del escritor desaparecido con una pregunta: "¿Es posible que un poeta surrealista, misterioso, sea a la vez un cronista cotidiano de combate político?". La idea no es caerle a Mattarollo, que es un hombre valioso en lo suyo, pero sí destacar que este tipo de interrogante, que a la vez lleva una afirmación (el surrealismo de Bustos), condena no sólo a nuestro autor a la etiqueta, sino que logra que cada texto de riesgo sea tratado con este enchinchado de turno. Lo que no se comprende es misterioso, por lo tanto, surrealista. Este verdín intelectual ya fue desentrañado por César Aira, en su extraordinario Alejandra Pizarnik, así que sólo resta recomendar una vez más este tratado de lectura funcional de la poesía que suena rara. Llama sí la atención de que en el momento de consumar un aporte, que es una cuenta pendiente con la poesía de Bustos, se cometan las mismas extravagancias a la hora de referirse al estilo de un autor. Es un mal curable, que está en la calle, y por ese motivo se propaga más fácilmente. La ausencia crítica sobre la obra de Miguel Ángel Bustos (y su ausencia editorial tras su desaparición, salvo excepciones, claro) tuvo que ver también con la búsqueda de un lugar para este poeta en la literatura argentina. Esa búsqueda tropezaba con las etiquetas ya reconocidas. Que ahora diga que Bustos es un místico alegórico, no me exime de efectuar la misma operación que criticaba, pero no creo que al dorso de este poeta se exhiba una calavera que reemplace un busto de bronce. Bustos de bronce. No parece.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Mario querido, estás saldando una vieja deuda de la crítica con la obra de Bustos. Ahora bien, sobre Bustos-Fijaman, adhiero a la prevención que formulás sobre "la locura", pero no puedo dejar de decir que ambos se conocieron estando internados en el hospital Borda. Cierto: deshechemos "la certeza de que sólo por fuera de la razón se construyen imágenes contundentes que propulsan afecto y lenguaje". Pero, ¿qué hacemos sólo con la razón? Habría que poner en cuestión la idea de que sólo con la razón alcanza, me parece. Abrazo grandísimo.

Mario Arteca dijo...

Horacius querido: no adhiero a la teoría de la "casa de la mente" girriana, ni muchos menos, pero me conocés, y tengo mis reparos para con las construcciones tipo ráfaga, semi-automático, como un lavarropas ídem. Lo que intenté escribir es que si Bustos es un poeta maldito, no es por adn romántico, ni por el eje Nerval-Baudelaire-Gautier; no niego que existan algunas cercanías, pero me parece que la obra de Bustos agradece mucho a una construcción muy pensada sobre la literatura ("pensamiento poético"), y ahí es donde, supongo, la razón funciona como un amortiguador de autómatas, pero no de lectores (me refiero a los que ponen a Bustos como surrealistas, poesía rara, di-fí-cil). Y es verdad, me olvidé, en el borde de ambos se conocieron en el Borda. Gracias, y devolvénos tu blog. Un abrazo.

Anónimo dijo...

Poeta Mario: desde afuera de la cofradía, te cito a Lacan :"el síntoma es metáfora y el deseo metonimia" (tu texto me llevó directamente a buscarla). No, no es surrealista Bustos. Porque los surrealistas no me gustan, Bustos sí.
besote
Sole