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Escucharlo. Nada más. Por fuera de la dicotomía campo-ciudad, y por dentro de la novela autoprogresiva Trastorno, donde la versión de Un médico rural, de Kafka, es fagocitada por una segunda parte donde un antológico monólogo narrado por el príncipe Saurau, en clave beckettiana, o en un entramado circular venido de la obsesión de un sacro Glenn Gould, aquel malogrado del ídem, infecta para siempre el futuro narrativo del cliente más famoso del Café Bräunerhof. Allí está, Thomas relativizando una entrevista televisiva; Thomas intentando escapar de las garras del presentador Kraus, ni mucho menos. En ella no encuentra la horma. Videos donde Bernhard no se halla, cree en la voluntad de disolución de una persona que consigue salir de la superficie a expensas de volverse pura exposición. ¿Y ahora? Ocupar la mesa de ese bar donde Thomas bebe acaso un ¿té? Ocuparla y sólo tornar la vista al inscape que desde afuera nos dice: "Escuchálo a Bernhard. Por qué no. Quién dice que las piedras... los relojes... el imán trabajado por la inercia..." Ocuparse de Bernhard, sí, pero de oído, y por eso mismo tocarlo. Siempre sucede lo mismo: cada vez que siento estar en medio de una encrucijada (un poema mío, que jamás será publicado, se titulaba "Fijar toda encrucijada") tomo Corrección, o bien Extinción, de Bernhard, y releo sus páginas como si se tratara de recorrer el auxilio versicular de la Biblia. Thomas Bernhard no es mi Biblia, pero tampoco siento aquello que una vez dijo un amigo: "A este tipo le falta un candombe". Aquellos que leen o leyeron alguna vez a este escritor austríaco, entienden a qué me refiero. Hay autores a los que uno llega y se queda por amor a su obra, porque forma parte del mundo que el propio lector toca, porque siente simpatía; hay otros, como Bernhard, en los que la certeza de tener un mundo completo con sólo acariciar el lomo de una de sus obras, es una sensación tan real como romperse la uña de un estúpido martillazo. Lo mismo que escucharlo en estas dos grabaciones, hablando un alemán mucho más plástico de lo previsible. Parece feliz, encantado de la soledad, en el primer video. El segundo retrata, muy rápidamente, los años de apoteósis en los que obtiene los pimeros reconocimientos por Transtorno y Helada, y comienza a ser aquel escritor cuyos libros anticipan la totalidad de un universo en el que el desapego, la indiferencia, el temor a Dios y la brutalidad de los objetos, son la materia más luminosa contra la imbecilidad.
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LA SOCIEDAD DEL ESPECTÁCULO, por Guy Debord (1931—1994)
Fragmentos del capítulo 1: La separación consumada
"Y sin duda nuestro tiempo... prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser... lo que es 'sagrado' para él no es sino la ilusión, pero lo que es profano es la verdad. Mejor aún: lo sagrado aumenta a sus ojos a medida que disminuye la verdad y crece la ilusión, hasta el punto de que el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado."
FEUERBACH, prefacio a la segunda edición de La esencia del Cristianismo.
1. Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación.
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2. Las imágenes que se han desprendido de cada aspecto de la vida se fusionan en un curso común, donde la unidad de esta vida ya no puede ser restablecida. La realidad considerada parcialmente se despliega en su propia unidad general en tanto que seudo-mundo aparte, objeto de mera contemplación. La especialización de las imágenes del mundo se encuentra, consumada, en el mundo de la imagen hecha autónoma, donde el mentiroso se miente a sí mismo. El espectáculo en general, como inversión concreta de la vida, es el movimiento autónomo de lo no-viviente.
Jesus & Mary Chain, Come on, MTV, agosto 1994
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Le cours de Gilles Deleuze (1980)*
[Primero que todo el entendimiento de Dios. El entendimiento infinito. Toda la metafísica del siglo XVII esta llena de consideraciones sobre el entendimiento infinito; pero ¿qué es el entendimiento infinito, el entendimiento de Dios? Dios es el ser para el que no hay dado. En efecto Dios crea, y crea ex-nihilo. Es decir a partir de nada, no hay un material que le sea dado. Desde entonces para Dios no existe la distinción entre un dado y un actuado. En otros términos, la diferencia entre dado y creado no existe para Dios. Para Dios no existe diferencia entre receptividad y espontaneidad; Dios es únicamente espontaneidad. Entonces ¿Qué es lo dado? Lo dado es una espontaneidad despojada. Solo hay dado para la criatura, porque la criatura es finita. Lo dado es solo una espontaneidad despojada, en otros términos: nosotros, siendo de hecho seres finitos, decimos: hay lo dado. Para Dios, no hay lo dado. Nuestra finitud es la que hace la diferencia de la receptividad y de la espontaneidad. Esta diferencia no vale al nivel de Dios. Ahora bien Dios es el derecho, es decir es el estado de cosas tal como es de derecho. Ven, es muy simple, para que el kantismo sea posible es necesario que haya una promoción de la finitud. Es necesario que la finitud ya no sea considerada como un simple hecho de la criatura, es necesario que la finitud sea promovida al estado de potencia constituyente. Por esto a Heidegger le gusta tanto reclamarse kantiano. Kant es el advenimiento de la finitud constituyente, es decir que la finitud ya no es un simple hecho que deriva de un infinito originario, la finitud es originaria. Esa es la revolución kantiana.
Entonces ve el día la irreductible heterogeneidad de dos facultades que me componen, es decir que componen mi espíritu, la receptividad y la espontaneidad. Receptividad del espacio-tiempo, espontaneidad del "yo pienso". En fin el hombre deviene disforme; disforme en el sentido etimológico de la palabra, es decir dis-forme, claudica sobre dos formas heterogéneas y no simétricas: receptividad de la intuición y espontaneidad del "yo pienso". Hay estamos.
Si me han seguido pueden esperar algo: de Descartes a Kant, de Descartes que mantiene todavía explícitamente el primado de lo infinito sobre lo finito, y que por eso era un gran pensador clásico, es decir del siglo XVII, bien, de Descartes a Kant, la celebre formula del Cógito, "pienso entonces soy", cambia de hecho de sentido. La última parte de "Las palabras y las cosas" implica un gran número de referencias a Kant y retoma el tema heideggeriano de que la revolución kantiana consiste en esto: haber promovido la finitud constituyente, y romper así con la metafísica que nos presentaba un infinito constituyente y una finitud constituida. Con Kant la finitud deviene constituyente. Foucault utiliza admirablemente éste tema, pero Heidegger es el primero que ha extraído y definido a Kant por esta operación de la finitud constituyente. En ese momento digo que es necesario que el cógito tome otro sentido. Les pido poner mucha atención. En Descartes el Cógito se presente de otra manera. Descartes nos dice primero "yo pienso". ¿Qué es eso? Es la primera proposición. ¿Qué quiere decir "yo pienso"? "yo pienso" es una determinación; es una determinación indubitable. ¿Por qué indubitable? Porque no puedo dudar de todo lo que quiera; puedo dudar de que usted exista, puedo dudar de que yo exista. Hay una cosa de la que no puedo dudar y es que yo pienso. ¿Por qué no puedo dudar de que yo pienso? Porque dudar es pensar. No se trata de discutir, se trata de comprender lo que él quiere decir. Puedo dudar que dos y dos hagan cuatro, pero no puedo dudar de que, yo que dudo, pienso. Entonces "yo pienso" es una determinación indubitable.
Segunda proposición: "yo soy", y ¿por qué "yo soy"? Por una razón muy simple, es que para pensar hay que ser. Si pienso, soy. Al nivel B el enunciado del cógito es: si yo pienso, yo soy. Proposición A "yo pienso", proposición B: si yo pienso, "yo soy". ¿Por qué si yo pienso, yo soy? Yo pienso es una determinación indubitable. Es necesario que una determinación actúe sobre algo, sobre algo indeterminado. Toda determinación determina un indeterminado. En otros términos: "pienso" supone "ser"; no se en que consiste ese ser, no tengo porque saberlo. "Yo pienso" es una determinación que supone un ser indeterminado. El "yo pienso" va a determinar al "yo soy". La determinación supone un indeterminado. Todo esto esta muy bien. No hay lugar para hacer objeciones. Ya es suficientemente fatigante comprenderlo. Si yo pienso, yo soy. ¿Soy qué? A ese nivel, una existencia indeterminada. Proposición C: pero ¿qué es lo que soy? Soy una cosa que piensa. Lo que quiere decir: la determinación "yo pienso" determina la existencia indeterminada "yo soy", de donde debo concluir: yo soy una cosa que piensa.
El enunciado del cógito sería entonces:
A- Yo pienso
B- Ahora bien, para pensar hay que ser
C- Entonces yo soy una cosa que piensa. En otros términos yo diría que Descartes opera -y eso es muy importante para el porvenir- con dos términos: "yo pienso" y "yo soy", y una sola forma: yo pienso. En efecto "yo soy" es una existencia indeterminada que no tiene forma. El pensamiento es una forma y determina la existencia indeterminada: yo soy una cosa que piensa. Hay dos términos "yo pienso" y "yo soy" y una sola forma, "yo pienso", de donde se concluye: "yo soy una cosa que piensa". ]
* Extraido de www.webdeleuze.com
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Jesus & Mary Chain, Drop, Cesar's Palace, agosto 1998
Stiff Little Fingers, Nobody's hero, 1979.
Paul Weller, Tin Soldier, 1991.
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Sobre El maleficio, de Hermann Broch, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2002, 422 páginas (originalmente publicado en www.bazaramericano.com).
¿Qué es una comedia? Esta pregunta, que no halla más respuesta que en la literatura, deviene siempre en commedia humana, en espiral tragicómica, en golpe funesto de bufón que deja la entrada de una risa sin exceso para momentos más propicios. El maleficio, de Hermann Broch (Viena, 1886 – Estados Unidos, 1951), es el perímetro de ese interrogante, no su evidencia. En un pueblo ubicado junto en el macizo de Kuppron, por el Bajo Kuppron, comienza y acontece la historia ejecutada por el autor de La muerte de Virgilio, tal vez su novela más famosa. El pueblo, bestial, inmiscericordioso, como los fantasmas habitantes de los relatos de Thomas Bernhard, se presenta como un todo atomizado, donde deambula la precariedad y la abulia. Otra vez, y esto ya pertenece a cierta tradición de la escritura austríaca o bien centroeuropea, el relato es desarrollado mediante el ojo de un médico (véase Un médico rural, de Kafka, o Trastorno, de Bernhard). Por supuesto que la mirada es otra, no funciona a modo de vista ciclópea que coloca los hechos en un prisma de totalidad, sino que reproduce y avanza en función de lo que recuerda. Existen los laterales en esa mirada, y en ese aspecto se diferencia de la mirada de los peces, a la que a veces parece aproximarse. Porque El maleficio trabaja el sentido de la reconstrucción de los hechos, y si bien el relato está impregnado de un lenguaje por momentos lujoso, incluso lírico, el “narrador” no deja escapar aquellos detalles que no afinen el entramado de la novela. Escritura microscópica, entonces, para relatar sucesos que marcan la raíz social de una próxima tormenta.
La novela es rebasada por un personaje extraño, oscuro, ambivalente, y de una creciente violencia por momentos taxativa, llamado Marius Ratti. Se trata de un extranjero, un foráneo, no en el plano del lenguaje, sino en el ámbito de la conducta. Es el modo en que se mueve durante toda la novela lo que marca el comportamiento futuro de los demás individuos en la historia. Como todo ser enigmático, Marius simplemente surge en el relato, lo mismo que aquellos personajes de algunos filmes, destinados a entorpecer el normal desarrollo de la continuidad. Luego, toda acción quedará teñida con su presencia. Leer El maleficio es estar tentado a reemplazar en forma automática el sentido del texto, y el continuum de los acontecimientos que ocurren con implacable precisión, con un símil histórico: el nazismo. En definitiva, Broch fue un escritor perseguido por el nazionalsocialismo. Pero este dato, finalmente, no debe extenderse para totalizar el sentido de esta novela. Por ello, será mejor dirigirse más allá de la tentación explicativa, porque la crueldad de Ratti se manifiesta bajo un silencio físico, y en lenta demolición. Este personaje ejerce sobre los habitantes de Kuppron una fascinación de menor a mayor. Ratti funda su dominio bajo un efecto en voz alta, es decir, como quien irrumpe con su palabra para legislar sobre vidas ajenas y perplejas, aunque todo lo cimenta de manera oblicua, solapada, al principio del texto, y luego en forma explícita, con un plan de acción y hoja de ruta incluidos. ¿Se trata acaso de la voz de un lider? Tal vez, si no fuera porque se trata de la autoridad de un insano con programa ya bosquejado. La locura de Marius es puesta en boca de los campesinos como una suerte de asombro, o bien de irrupción sin exordio de la monotonía. Su gestualidad es tan gratuita que basta con que corra unos pocos grados el discurso ordinario, para afianzar el meollo de su enigma. Como todo engima, decimos, lo primordial es perseguirlo, desmontarlo para luego comprenderlo. Pero El maleficio no es una novela sobre la “comprensión” de las raíces del problema, sino sobre la construcción imperceptible de un nuevo sujeto colectivo. Gestalt. Ratti es un enigma ya constituido, y por lo tanto, inexistente. Se necesita un sujeto que rodee ese misterioso individuo para corroborarlo como objeto. Marius Ratti se disuelve en la familia del posadero Sabest, en Irmgard, en Agathe, en el propio médico-narrador; relega su individualidad en función de un todo colectivo que lo contenga como discurso. El pueblo infecundo, estéril, se vuelve hidratado ante cada acción de Ratti, quien pasa de ser una persona enigmática y temible, a una especie de sacerdote o profeta al que vale la pena acompañar. Se trata de un peculiar conductor que maneja admirablemente los pocos recursos de impugnación a los que se enfrenta. Porque a pesar de atravesar a las personas con su presencia, este movimiento siempre es llevado adelante con la exactitud de un cirujano. La comunidad asiste perpleja al movimiento diferencial de este hombre, que coarta y a la vez concede (como el episodio donde explica a una familia entera los perjuicios que acarrea para los niños mantener encendida la radio después de ciertas horas); la persuación es su condición, y la ejerce como un mecanismo que tiene sus altos y bajos, pero cuyo fin es claro y definitivo: la apropiación de la voluntad de toda una comunidad, en beneficio de sus propios intereses.
La naturaleza del poder de Marius se vuelve más patente en la escena del sacrificio de Irmgard Miland, que a la vez funciona como un tribunal de imprecación sobre algunos de los pobladores del macizo de Kuppron. Todo se vuelve desgobierno. Los diálogos, en esa instancia, replican de alguna manera aquellos parlamentos encontrados en The crucible, de Arthur Miller, sucediéndose con velocidad cinematrográfica acusaciones e invectivas. Y la mención del texto de Miller no es casual, porque esto nos lleva a lo dramático existente en El maleficio. A esa altura de la novela, los personajes, ya incluidos por medio de una rara hipnosis en los designios de Ratti, se comportan como meros actores de una producción teatral. Nos son personas sino coreutas que acompañan un destino sin desenlace.
El texto también se enhebra mediante oleadas de discurso filosófico, y yuxtaponiendo de este modo toda la narración. Afloran allí hilachas de pensamiento deudoras de Karl Kraus o Robert Musil, manifestándose en la absoluta libertad de mofarse por parte de Ratti, y que en el narrador se manifiesta como una posición de observador sin renunciar a una posibilidad de compromiso. En ese sentido, el cinismo se vuelve plural cuando Marius Ratti se pregunta por el sentido de la expiación, en el momento cúlmine de la ofrenda humana. Mientras la multitud exige el sacrificio, Ratti asegura que “con el sacrificio de un culpable no hay expiación”, para luego sentenciar “la víctima debe ser inocente”. Es el apogeo de la manipulación, que reinstala y amplifica la intriga ya desarrollada. El narrador-médico también se encuentra envuelto en una instantánea hipnótica: no son pocas las veces en la que confirma ser partícipe inconciente de los planes de Ratti: “todo el pueblo participó y quizás yo también lo hice, no lo sé” (página 309). El compromiso de un narrador unido a la suerte de la ficción, oscilante.
El maleficio, entonces, a la luz de lo sacrificial, que es la prueba más profunda del levantamiento maquinal de esos gólems en torno a la homilía de un loco, nos muestra cómo el miedo puede volverse inmenso y de qué manera los hombres obedecen a sus temores como sonámbulos, hasta el punto de segar de raíz cualquier vestigio de inocencia. Esta comedia negra de Broch, cuya edición de Adriana Hidalgo constituye su primera versión en castellano, ofrece un punto de reflexión fundamental para entender de qué manera pudieron erigirse algunos fenómenos de masificación durante el siglo pasado, y propone, a la vez y en espejo, repensar la responsabilidad que le cabe a los pueblos cuando admiten la entrada a una sociedad de renovados caballos de Troya.
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Small Faces, Tin Soldier, 1968
El rasgo más relevante de este parlamento
está a un paso de esfumarse, pero
por ese motivo el hilo debe continuar, dar
la certeza de que aun siendo estirado jamás
quedará incompleto por mitades; una,
con el comienzo del modo y la pulsión
del tiempo; y la segunda, más incómoda,
se lleva a su madriguera de resonancias
el vicio de lo temático, la carátula argumental
que vela por lo épico para que no caiga
de bruces en el momento mismo de soltar
el disparo. Fusiones, e inconsistencias
del género. La maroma se hace resistente,
un chasquido evoluciona hasta inaugurar
dos maneras de poblar sentido: semejan
idénticas, aunque cada una de ellas
irá por su lado. La poesía reanuda
no sin trabajo una obra heterogénea:
seguirla es estar escuchándola; una labor
cuyo aliento será reemplazado por otro
de tiro mayor. Quien elige ya no estudia
su destino, y nosotros pusimos a pleno
nuestra única ficha. Veremos qué sucede.
Pictures Of Matchstick Men, por The Status Quo, 1968.
Pictures Of Matchstick Men, por Camper Van Beethoven, 1989.
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114.
El rasgo más relevante está a un paso
de esfumarse: el hilo debe continuar.
La certeza de que aun siendo estirado
quedará igual de incompleto, por mitades.
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115.
Fusiones, e inconsistencias del género.
La maroma se hace resistente, evoluciona
hasta inaugurar dos maneras de poblar sentido:
idénticas, aunque cada una irá por su lado.
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116.
La poesía reanuda no sin trabajo
una obra heterogénea: seguirla es
escucharla. Quien elige ya no coloca
a pleno su única ficha. Veremos.
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-El primer poema, y los tres fragmentos siguientes, pertenecen a Géminis, libro a salir en México, este año.
The Pretty Things. LSD, 1966.
1. Ni siquiera se puede decir que la preferencia transforme la vida en destino, o en un acontecimiento invisible y definitivo. La preferencia se multiplica y se diferencia para dar vida a las singularidades. La palabra preferir evoca la idea de una cierta sustancia, siempre como concepto filosófico, ubicada por nuestra maniobra en un lugar tan lejano que, de sólo permanecer en él un buen tiempo, hará de nosotros la singularidad. Pero esto nuevo, vuelto novedoso, no es sino la catapulta a la homogeneidad, lo que significa un ejemplo de lo poco que la razón invierte en diferenciarse. Por supuesto, esa razón no puede entenderse como ser autónomo al que habrá que reclamarle cosa alguna, nada de eso, sino como funcionamiento electivo proporcionando ese neurotransmisor falible interesado en nuestras decisiones. Preferir es improvisar una elección en el momento preciso en que alguien iba a decidir por nosotros. De otra manera, cabe la pregunta, ¿nadie elige (nunca, nada) por motu proprio?
Buffalo Springfield, For What It's Worth, en "Smother Bros show". 1968
2. Si por elegir entendemos la consecuencia más o menos directa de una determinación realizada por un individuo o colectividad, o bien comunidad, con la sola idea de que esta decisión fuese el correlato necesario de una acción razonada, entonces, el término preferir acercaría puntos a la radicación de esa idea. Según el diccionario, preferir significa praeferre, llevar o poner delante (algo así como el nativo “poner el carro delante del caballo”); también, nuestro infinitivo está emparentado con la acción de aventajar, y of course, de sentir. Dar la preferencia, entonces, en un principio de determinación de las ideas que escapan al desdecir, como si al promediar la función electiva estuvieran desarrollándose diversos métodos de desertificación del habla. Preferir es reabsorber la posición de sujeto cuya parla, no siempre, equivale al curso de la síntesis. Preferir también es desarrollar, o por lo menos, la posible experiencia de desarrollar a futuro. Quien ha elegido nos debe una historia, mientras que la partícula de esa ficción no es otra que la epidemia de un suceso. A todo eso se le llama elección, el retrovirus de la decisión personal, el dedo a veces acusador de la edición de El Fiord, de Osvaldo Lamborghini. ¿Elegir es seleccionar? ¿Y seleccionar, es quitar o agregar, en forma puntualizada?
3-Alan Pauls.Las fotos:1-Sergio Chejfec.
2-Mario Tobelem (izq.)
y César Aira (der.), 1980.
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