martes, 18 de marzo de 2008

Soldado de lata + Pretty Things Live 1969 (escondido) + reseña a caballo de "El maleficio"

Paul Weller, Tin Soldier, 1991.

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Sobre El maleficio, de Hermann Broch, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2002, 422 páginas (originalmente publicado en www.bazaramericano.com).

¿Qué es una comedia? Esta pregunta, que no halla más respuesta que en la literatura, deviene siempre en commedia humana, en espiral tragicómica, en golpe funesto de bufón que deja la entrada de una risa sin exceso para momentos más propicios. El maleficio, de Hermann Broch (Viena, 1886 – Estados Unidos, 1951), es el perímetro de ese interrogante, no su evidencia. En un pueblo ubicado junto en el macizo de Kuppron, por el Bajo Kuppron, comienza y acontece la historia ejecutada por el autor de La muerte de Virgilio, tal vez su novela más famosa. El pueblo, bestial, inmiscericordioso, como los fantasmas habitantes de los relatos de Thomas Bernhard, se presenta como un todo atomizado, donde deambula la precariedad y la abulia. Otra vez, y esto ya pertenece a cierta tradición de la escritura austríaca o bien centroeuropea, el relato es desarrollado mediante el ojo de un médico (véase Un médico rural, de Kafka, o Trastorno, de Bernhard). Por supuesto que la mirada es otra, no funciona a modo de vista ciclópea que coloca los hechos en un prisma de totalidad, sino que reproduce y avanza en función de lo que recuerda. Existen los laterales en esa mirada, y en ese aspecto se diferencia de la mirada de los peces, a la que a veces parece aproximarse. Porque El maleficio trabaja el sentido de la reconstrucción de los hechos, y si bien el relato está impregnado de un lenguaje por momentos lujoso, incluso lírico, el “narrador” no deja escapar aquellos detalles que no afinen el entramado de la novela. Escritura microscópica, entonces, para relatar sucesos que marcan la raíz social de una próxima tormenta.
La novela es rebasada por un personaje extraño, oscuro, ambivalente, y de una creciente violencia por momentos taxativa, llamado Marius Ratti. Se trata de un extranjero, un foráneo, no en el plano del lenguaje, sino en el ámbito de la conducta. Es el modo en que se mueve durante toda la novela lo que marca el comportamiento futuro de los demás individuos en la historia. Como todo ser enigmático, Marius simplemente surge en el relato, lo mismo que aquellos personajes de algunos filmes, destinados a entorpecer el normal desarrollo de la continuidad. Luego, toda acción quedará teñida con su presencia. Leer El maleficio es estar tentado a reemplazar en forma automática el sentido del texto, y el continuum de los acontecimientos que ocurren con implacable precisión, con un símil histórico: el nazismo. En definitiva, Broch fue un escritor perseguido por el nazionalsocialismo. Pero este dato, finalmente, no debe extenderse para totalizar el sentido de esta novela. Por ello, será mejor dirigirse más allá de la tentación explicativa, porque la crueldad de Ratti se manifiesta bajo un silencio físico, y en lenta demolición. Este personaje ejerce sobre los habitantes de Kuppron una fascinación de menor a mayor. Ratti funda su dominio bajo un efecto en voz alta, es decir, como quien irrumpe con su palabra para legislar sobre vidas ajenas y perplejas, aunque todo lo cimenta de manera oblicua, solapada, al principio del texto, y luego en forma explícita, con un plan de acción y hoja de ruta incluidos. ¿Se trata acaso de la voz de un lider? Tal vez, si no fuera porque se trata de la autoridad de un insano con programa ya bosquejado. La locura de Marius es puesta en boca de los campesinos como una suerte de asombro, o bien de irrupción sin exordio de la monotonía. Su gestualidad es tan gratuita que basta con que corra unos pocos grados el discurso ordinario, para afianzar el meollo de su enigma. Como todo engima, decimos, lo primordial es perseguirlo, desmontarlo para luego comprenderlo. Pero El maleficio no es una novela sobre la “comprensión” de las raíces del problema, sino sobre la construcción imperceptible de un nuevo sujeto colectivo. Gestalt. Ratti es un enigma ya constituido, y por lo tanto, inexistente. Se necesita un sujeto que rodee ese misterioso individuo para corroborarlo como objeto. Marius Ratti se disuelve en la familia del posadero Sabest, en Irmgard, en Agathe, en el propio médico-narrador; relega su individualidad en función de un todo colectivo que lo contenga como discurso. El pueblo infecundo, estéril, se vuelve hidratado ante cada acción de Ratti, quien pasa de ser una persona enigmática y temible, a una especie de sacerdote o profeta al que vale la pena acompañar. Se trata de un peculiar conductor que maneja admirablemente los pocos recursos de impugnación a los que se enfrenta. Porque a pesar de atravesar a las personas con su presencia, este movimiento siempre es llevado adelante con la exactitud de un cirujano. La comunidad asiste perpleja al movimiento diferencial de este hombre, que coarta y a la vez concede (como el episodio donde explica a una familia entera los perjuicios que acarrea para los niños mantener encendida la radio después de ciertas horas); la persuación es su condición, y la ejerce como un mecanismo que tiene sus altos y bajos, pero cuyo fin es claro y definitivo: la apropiación de la voluntad de toda una comunidad, en beneficio de sus propios intereses.
La naturaleza del poder de Marius se vuelve más patente en la escena del sacrificio de Irmgard Miland, que a la vez funciona como un tribunal de imprecación sobre algunos de los pobladores del macizo de Kuppron. Todo se vuelve desgobierno. Los diálogos, en esa instancia, replican de alguna manera aquellos parlamentos encontrados en The crucible, de Arthur Miller, sucediéndose con velocidad cinematrográfica acusaciones e invectivas. Y la mención del texto de Miller no es casual, porque esto nos lleva a lo dramático existente en El maleficio. A esa altura de la novela, los personajes, ya incluidos por medio de una rara hipnosis en los designios de Ratti, se comportan como meros actores de una producción teatral. Nos son personas sino coreutas que acompañan un destino sin desenlace.
El texto también se enhebra mediante oleadas de discurso filosófico, y yuxtaponiendo de este modo toda la narración. Afloran allí hilachas de pensamiento deudoras de Karl Kraus o Robert Musil, manifestándose en la absoluta libertad de mofarse por parte de Ratti, y que en el narrador se manifiesta como una posición de observador sin renunciar a una posibilidad de compromiso. En ese sentido, el cinismo se vuelve plural cuando Marius Ratti se pregunta por el sentido de la expiación, en el momento cúlmine de la ofrenda humana. Mientras la multitud exige el sacrificio, Ratti asegura que “con el sacrificio de un culpable no hay expiación”, para luego sentenciar “la víctima debe ser inocente”. Es el apogeo de la manipulación, que reinstala y amplifica la intriga ya desarrollada. El narrador-médico también se encuentra envuelto en una instantánea hipnótica: no son pocas las veces en la que confirma ser partícipe inconciente de los planes de Ratti: “todo el pueblo participó y quizás yo también lo hice, no lo sé” (página 309). El compromiso de un narrador unido a la suerte de la ficción, oscilante.
El maleficio, entonces, a la luz de lo sacrificial, que es la prueba más profunda del levantamiento maquinal de esos gólems en torno a la homilía de un loco, nos muestra cómo el miedo puede volverse inmenso y de qué manera los hombres obedecen a sus temores como sonámbulos, hasta el punto de segar de raíz cualquier vestigio de inocencia. Esta comedia negra de Broch, cuya edición de Adriana Hidalgo constituye su primera versión en castellano, ofrece un punto de reflexión fundamental para entender de qué manera pudieron erigirse algunos fenómenos de masificación durante el siglo pasado, y propone, a la vez y en espejo, repensar la responsabilidad que le cabe a los pueblos cuando admiten la entrada a una sociedad de renovados caballos de Troya.
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- Pretty Things Live 1969

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Small Faces, Tin Soldier, 1968

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