En momentos en que la filosofía se apresta a participar del mismo ritual detentorio del pensamiento común, aún existe un lugar, o un cono bernhardiano donde disponer de las superposiciones de la lógica. De haber querido, se hubiese invocado a los poderes de cuanto curandero cruce nuestra área de exclusión de seres y puesto sin engorros, otra vez, la figura de Ludwig Wittgenstein. Podríamos evocarla desde sus disensos biográficos, pero para eso haría falta bajar al filósofo y crear otra persona, frankesteinizada, y lo cierto es que se trata de una persona nomás, en este caso conocida como Wittgenstein, que frecuenta con su Tractatus ciertos axones del pensamiento antitrinitario, haciendo de nuestra capacidad de absorción de conceptos, un mecanismo funcional y por demás aceitado. Las propias vísceras de Wittgenstein accionan hasta recargar al lenguaje de la evidencia del dispositivo. Cuando el tándem Vida y Obra trabaja a favor del mito (es decir: del modelo cuya arcilla se fabrican los elementos del arquetipo), entonces podemos desviar nuestra atención de la obra, en el sentido en que nos ponemos vigías de la estética en curso. Cuando el tándem trabaja a favor del producto, entonces, los datos de una persona se vuelven complementarios. La obra aparece.
viernes, 21 de marzo de 2008
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