viernes, 7 de marzo de 2008

El efecto Saint-Nazaire, según Sergio Chejfec*

Viaje y sufrimiento, sufrimiento y viaje. Asociadas, estas palabras remiten a la idea de peregrinación o sacrificio. Excepto para los peregrinos, el viaje ha dejado de aludir a la gratitud (o a la deuda), a la culpa o al temor; también con excepción de los refugiados, que esperan de los viajes una solución a sus problemas. Elegí estas palabras en relación con dos peculiares relatos (si bien todos lo son), porque condensan buena parte de la intención paradójica que los mueve. Son las historias de dos viajeros sufrientes, protagonistas que encuentran en la desesperación, el escarnio y la vergüenza el trance que modifica su misma interioridad. De algún modo sus viajes son inútiles, o más bien tienen la lógica de un gasto excesivo; en ellos se postula la insensatez de los deseos sobre lo extranjero. El extranjero, parecen decir, es real: casi no hay nada más cierto ni irrefutable. Sin embargo lo ilusorio consiste en esperar habitarlo. En parte porque representa una amenaza de castigo (y en este aspecto uno piensa, por ejemplo, en el diario de Horacio Quiroga) y en parte porque se ha convertido en algo trivial (una cosa que puede atravesarse como un parque de atracciones previsibles).
¿Cómo sería la literatura argentina sin los viajes? El viaje es el par de una correlación que se completa con el vacío. El desierto, la ausencia, el horizonte inhabitado, la naturaleza silenciosa, el espacio abierto, la infinitud, etc. El territorio argentino se ha predicado de vacío (y de muerte); cosas sabidas desde los inicios y que han sido fijadas, probablemente por mucho tiempo, por Martínez Estrada. Gracias a ese vacío y a sus posibles desinencias (orfandad, aislamiento, indeterminación), el viaje es nuestra marca de origen, porque hacia cualquier lado que vayamos, incluso si se trata de un viaje hacia lo profundo, hacia el paisaje propio, inevitablemente connotaremos el vacío de donde provenimos. Por añadidura fue el viaje literario, como género, el encargado de fijar la existencia física de este territorio. De manera que, como ha demostrado David Viñas, la escritura argentina de viajes es un tema con muchos pliegues, casos y matices –y resistencias y miradas contradictorias que no es relevante resumir malamente en esta oportunidad. Sólo agrego, a modo de opinión, que el viaje de los escritores, no sólo el escrito, redactado y luego impreso, incluso el viaje efectivo nunca puesto después por escrito y a veces hasta secreto o confidencial, se ha sumado también a nuestro ancho mundo literario (o en todo caso al mundo de nuestras incógnitas literarias). El paseo desahuciado de Cortázar, el viaje final de Borges, la prolongada estadía de Gombrowicz, la adopción de Groussac y otros casos también notorios como Piñera o Wilcock; todos han dejado una buena cantidad de preguntas intransferibles e incontestables. Porque cuando nos preguntamos por el viaje lo hacemos también por la ausencia, por el reguero incesante de proyecciones sobre el vacío que producen los desplazamientos.
Hay dos novelas argentinas más o menos recientes en las que aparecen cuestiones relacionadas con estos temas. Hay muchas otras, pero estas dos no desaprovechan la oportunidad de intervenir en esta tradición de textos y propinarle nuevos sentidos. Hay una pregunta que las une: ¿cuál es el sitio del escritor?; y hay una pregunta que no formulan, pero responden: ¿qué puede decir un escritor?, ¿qué puede decirnos hoy la literatura? Me refiero a Wasabi, de Alan Pauls, y El llanto, de César Aira. También ambas tienen en común haber sido escritas bajo, digamos, un mismo mandato, el de una casa de la provincia francesa que invita a autores extranjeros a escribir en su sede. Este dato, ya sea como circunstancia efectiva o, de algún modo, emblema conceptual, acompaña el desarrollo de las dos obras y diseña buena parte de sus sentidos.Si para algo sirve abreviar el argumento de estas novelas es para mostrar la importancia relativa de ellos; y sin embargo es casi lo único que tenemos a mano para intentar graficarlas. Tanto la escritura de Pauls como la de Aira, aunque poseen regímenes formales diferentes, evaden cualquier posibilidad de intención testimonial. De hecho, los sucesos que describen no pertenecen a un mundo causal, sino que existen como indicios de un universo de efectos a primera vista huérfanos, un conjunto de escenas sostenidas por sucesivos préstamos de la realidad pero con escasa intervención de lo previo, o sea también lo escrito. Las acciones muchas veces carecen de referentes, y sus consecuencias son por lo general arbitrarias; o de otro modo, hay demasiados efectos para muy pocas causas. Quiero decir que estas son obras excéntricas, establecen relaciones y representaciones oblicuas, descentradas respecto de las formas constructivas habituales. La personalidad de esta literatura no se apoya en la idea de acumulación narrativa como producto del avance y de la homogeneidad del discurso, cierta forma de graduado equilibrio, sino en nociones negativas como las de dispersión e interrupción.
Hay un artista al que estas obras aluden a través de los procedimientos y de las nociones estéticas que ponen en juego. Copi casi todo lo escribió en francés; sin embargo hay pocas escrituras más argentinas. Ello se debe a que su fondo de caracteres, su música principal, fue idiosincrásica, esa sustancia hecha de creencias, hábitos, prejuicios y valores que da forma a la identidad de un grupo social; el sentido común de los sectores medios e ilustrados de Buenos Aires de décadas atrás. Esto por supuesto sería insuficiente para distinguirlo; otro dato señalado es su técnica y la calidad de la acción, que no se acumula: sucede, se condensa y desvanece. Sobre Copi han escrito tanto Aira como Pauls, reconociéndole una complejidad que pocos críticos admiten. En estos dos libros, transcurridos y escritos en Francia –aunque evidentemente no sólo por esto–, está presente la idea de homenaje.
Apenas comenzada, la novela de Aira cumple con la promesa del título: el narrador llora. El ataque de llanto tiene una calidad doble. Por un lado es excepcional, casi inédito; ello nos sugiere que es arbitrario y compulsivo. Como los signos para Saussure, el llanto es una señal clara, rodeada de una complejidad semántica inabarcable, que además sobrepasa el nivel de tolerancia anímica del personaje. Pero por otro lado no es una actividad compleja: llorar es una acción que connota pasividad y tiende a dejar en suspenso varias funciones habituales de la persona. Así se dibuja un terreno donde la literatura de Aira se despliega cómoda: el enredo semántico, a veces también dramático, se resuelve en operaciones argumentales aparentemente cristalinas, de una simpleza que bordea la ingenuidad. Como sucede con el sueño, el llanto bloquea el tiempo, la sucesión. Es perentorio, y bajo su dominio la lógica y la disposición de los hechos asumen un carácter secundario. El llanto de Aira es la cuerda que baja al pozo de la conciencia, donde conviven deseo y memoria y donde la relevancia de los recuerdos es involuntaria. (Una suspensión semejante, pero de tipo patológico, ocurre en Wasabi: es la narcolepsia, bajo la forma de disfunciones cerebrales de siete minutos que anulan la vigilia del narrador.) Vida anímica y vida cerebral. Unos y otros, llanto, sueños y lagunas mentales permiten que los hechos se organicen según un orden verdadero, proveniente del mundo subjetivo, capaz de convivir con lo real.
Hasta donde Aira puede reconocer, el llanto obedece a la infidelidad de su esposa. Sin embargo el adulterio parece un chiste. Gracias al avatar medio exótico, algo habitual en Aira y en parte de la actual literatura argentina, la posible densidad dramática se interrumpe, o más bien se diluye en algo más disparatado: la esposa se engancha con un terrorista y magnicida japonés. La novela tiene otros episodios delirantes, organizados en eslabones de arbitrariedad y elocuencia, como se arman las narraciones de Aira. La situación ideológicamente más subrayada es la residencia en Polonia, gracias a una beca gubernamental para escritores. Este periodo será de miseria y oprobio; Aira pierde 30 kilos y, como sucede en Wasabi, al descender hasta lo último de la escala social se convierte en alguien invisible. De algún modo, el tema polaco propone una difusa clave alegórica, aunque parezca contradictorio; allí se mezclan ironía y autorreflexión: hablar de Polonia es hacerlo oblicuamente sobre la Argentina, significa aludir a un gentilicio abstracto, apto para la atribución de vínculos, desvíos y relaciones irresueltas. Polonia se encuentra en una lejanía absoluta y de alcance hiperbólico; es el epítome del final, del anacronismo autista, y a causa de su inmediata contigüidad europea, parece más bárbara que los países más periféricos. Según ha postulado Gombrowicz, Polonia y Argentina se parecen por abrazar la cultura europea –especialmente francesa– de manera inmadura, informe, dando lugar a tradiciones pobremente autónomas, y sin reglas propias de éxito o consagración. No los ingredientes, sino sus partes incompletas y sin desarrollo, hacían de la Argentina el país más polaco de América; así como Polonia era el país más argentino de Europa.
Entonces Aira recibe del gobierno polaco una beca de hambre y, como un Gombrowicz inverso, apenas llegado ignora si podrá regresar. Uno puede entreleer en el tímido recuento de estas peripecias polacas los duros comienzos de la vida argentina del Gombrowicz real. Sin embargo todo en El llanto ignora el desarrollo simbólico, porque la pregunta fundamental que se hace Aira proviene de una serie de televisión: ¿cómo es posible que los soldados ignoren las piruetas y ladridos con que Rin-tin-tin quiere llamar su atención?, ¿cómo se puede ser tan ciego ante lo evidente y, sin embargo, trabajar en pos de un significado común? En El llanto, para Aira la televisión demuestra que en las narraciones el significado no existe como tal, no es único, sino que se fragmenta, carece de profundidad y se multiplica en sentidos espontáneos a lo largo del relato.
Por su parte, Wasabi posee un estatuto diferente: el de la novela de aprendizaje. Pauls evoluciona: aunque es incapaz de comprender muchos de los hechos en los que intervino, el narrador que la cierra es completamente distinto del que la comenzó. En Wasabi la realidad tiene nombre y apellido, por decirlo de alguna manera, en coincidencia con los nombres y apellidos reales. La escritura asume un registro pormenorizado, de exacerbación de los detalles, hasta alcanzar una saturación verista que, lógicamente, consigue trastornar la propia base argumental y referencial en la que se apoya. Al igual que en la novela de Aira, apenas comenzado el relato, el espacio de la subjetividad ocupa el centro para no abandonarlo –al contrario, para engrosarlo. Pero en este caso no son las lágrimas las que aluden a la vida subjetiva, sino una enfermedad insidiosa y una actividad cerebral impredecible; ambas tienen un funcionamiento común, basado en mecanismos de acumulación. Si los cortes mentales que exilian a Pauls del presente se convierten en reserva temporal de la vida propia, un resto acumulativo que, según él, se deriva de la suspensión cronológica y significa la obtención de "vida de más", el bulto que crece entre sus hombros representa, como las enfermedades literarias, una experiencia interior paralela que regula su propia historia, solidaria con el cuerpo físico –y mortal a la vez. De este modo, el dilema subjetivo Pauls se expresa a través de la enfermedad y de su desordenado ritmo cerebral.
Acorde con el registro organicista del texto, la medicina que interviene es homeopática. El ungüento prescripto, cuyo gusto a wasabi enciende la curiosidad de la mujer de Pauls, alcanza un alternativo –y en este caso eficaz– uso por vía oral, al sumergirlos en agudas experiencias de alucinación carnal. Es como si la interrupción de la actividad cerebral (el tiempo en suspenso) verificara su condición acumulativa en el crecimiento del quiste, cuyo medicamento ayudará a la reproducción de la pareja. Así formulado puede parecer esquemático; pero no lo es. En gran medida porque Wasabi también se preocupa por señalar otras cosas. Agobiados por la vida de provincia y los rituales compromisos literarios, la pareja viaja a París. De inmediato encontramos a Pauls completamente resignado a traicionar el mandato de la beca (o sea, no escribir nada), y a Tellas inmediatamente harta de las redondeces de la ciudad.En este momento es cuando en Wasabi sintoniza con las figuras del intelectual subdesarrollado (proveniente de un país periférico o subdesarrollado) en el medio de la metrópoli. Aira en El llanto dice algo así: me habían advertido que la vida en Polonia es difícil, pero sin hablar polaco es imposible. El Pauls de Wasabi habla francés, tiene una esmerada y sólida formación, y sin embargo su vida parisina se traduce en tortura y en muerte. En París se materializan las amenazas: los bloqueos neuronales han dejado de ser inocuos, se producen en situaciones de mayor peligro; el quiste adoptará una veloz conversión a prominente jiba. Las desgracias llegan acompañadas: Tellas se traslada a Londres, a pasarla con un inquietante grupo de amigos paquistaníes, mientras tanto los robos, las agresiones y los escarnios en general convierten a Pauls en un deforme a merced de la caridad de los usuarios del metro; el motor indirecto de su tragedia es Pierre Klossovski, de quien busca un dibujo para la edición francesa de su libro. Klossovski representa al artista maniático, de un talento tan selectivo (y antiartístico) que no puede sino ser destructivo ante las ilusas pretensiones de un becario admirador latinoamericano. De paso, tiene apellido polaco, dificultad que la mujer de Pauls subraya al someterlo a variaciones eufónicas.
Como puse arriba, ese momento de catástrofe es el de mayor tensión de significados, porque Pauls se impone describir la vida de un escritor argentino en París. ¿Cómo asumir el relato de una situación de tal modo connotada, devenida en lugar común de nuestras letras? No se ocupa del recuento directo de los hechos, muy probablemente por lo exorbitante de sus consecuencias e implicaciones, sino que para ello se vale de préstamos de la antropología o la criminología –dos saberes muy cercanos a esta novela–: la clasificación y exposición de objetos. Escoge entonces la figura del museo: Pauls ofrece una visita guiada por las salas que guardan las pruebas y señales de sus peripecias. Estos objetos, como documentos que se precian de serlo, hablan por sí mismos sin necesitar de la ayuda de actores o testigos. La elección del museo, me parece, no refleja solamente una opción de técnica narrativa, acorde por otra parte con el distanciamiento irónico del relato; tampoco alude solamente al fetichismo irrevocable de toda literatura. Creo que también dice algo acerca de la relación obra-vida –por otra parte tan antigua.
Hay una cualidad que Pauls le asigna a la experiencia efectiva del escritor: su inclinación a integrarse con la obra; los libros están tocados por la vida del autor (es como la aflicción secreta de los libros). Una vida que sea representable, sin menoscabo de su mundo subjetivo, como logran serlo las obras, e incluso catalogable manteniendo su individualidad. Es probable que el sentido de esa vida o experiencia de escritor no pretenda ser estético, sino más bien literario o cultural. Y por ello recurre a las reglas del museo: allí se guarda la pieza original, documento y prueba de la realidad bajo su forma verdadera. Lo otro, lo que el museo no conserva, no es falso sino efímero; es la realidad en su composición temporal, siempre bordeando la indeterminación. Con los objetos del museo el lector conoce la historia de Pauls, cuyos bienes, sobre las vitrinas, le confieren estatuto de "caso".
Dicho esto, me parece oportuno volver sobre el tópico que articula ambos libros: el viaje a Europa. En los dos casos es una engañosa ficción; tiene de engaño su parte de verdad, y tiene de falso su parte de ficción. Como mencioné al comienzo, podrían enumerarse los significados e intenciones variables que los viajes literarios tuvieron a lo largo de nuestra literatura, pero ello no iluminaría suficientemente estos de Aira y Pauls. En parte porque ambos se proponen demostrar la imposibilidad del viaje real, recurriendo para ello al viaje abstracto. En esta época la geografía no plantea grandes dilemas o desafíos a la conciencia de la gente; la universalidad es un rasgo compartido tanto por lo global como por lo local. Con una geografía inepta para la travesía, sólo adecuada para ser sorteada, que exista lo diverso parece tornarse irrelevante para la literatura, o tener una relevancia diferente a las conocidas hasta ahora: ya no basta con señalar al otro, sino que debe circunscribirse su terreno, danzar unos rituales de ceremonia para comunicarse. Ello es lo que precisamente realizan las dos más importantes prácticas derivadas de la literatura, el turismo y el periodismo, abandonándola en su búsqueda de nuevas materias para narrar. Tanto en Wasabi como en El llanto, el hecho de que estos escritores argentinos se conviertan una vez en Europa en la excrecencia humana de las calles es tan relevante como que ambos encuentren en la abrigada vida familiar, y en el retorno, un idilio intimista donde resarcir el orgullo herido por el extranjero y sus circunstancias.
Así, creo, intentan planear sobre respuestas a la pregunta que formulan: ¿cuál es el sitio del escritor? Está claro que el interrogante excede lo topográfico, pero no sería justo olvidar que también lo incluye. Es cierto que la pregunta es demasiado explícita cuando se trata de escrituras que no promueven una identificación explícita, pero por ello mismo diría que el lugar del escritor es exactamente el que dibujan con ironía, como un calco hecho con tinta luminosa y trazo grueso para poner de manifiesto su misma artificiosidad, donde verismo y deformación alcancen una feliz convivencia. El sitio del escritor por lo tanto es un lugar señalado por indicios: lo amenazan el mercado cultural, por supuesto, como también las instituciones literarias; pero también el peligro proviene de un organismo difuso, que el escritor es incapaz de leer con claridad porque allí hay partes que le son propias, donde se mezclan los distintos registros sociales y culturales, los medios de comunicación y una ardua pretensión de descubrir la propia subjetividad. Esta rara subjetividad, apoyada en un interior fracturado y ecléctico, viajero y sufriente, siempre inestable, quizá sea el sitio, nos dicen estos libros, desde donde expandir una narrativa que no diga lo que el lector quiere oír y que sirva a la vez para que el escritor pueda hacerse escuchar.


Sergio Chejfec 1997

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*Extraído del Fórum Virtual http://www.pacc.ufrj.br
Las fotos:

1-Sergio Chejfec.

2-Mario Tobelem (izq.)
y César Aira (der.), 1980.

3-Alan Pauls.

3 comentarios:

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