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1) Zahorí. Entre las diferentes alcances que propone esta palabra (adivino, rabdomante, augur, vidente) a Reynaldo Jiménez tal vez le cabría la de “explorador”.
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Poesía exploratoria, múltiple, en cuanto a los trazos que inscribe y profundiza, como si tocase en maniobras desconocidas el corazón bifronte de la lengua en estado de perplejidad.
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La poesía de Jiménez atraviesa “(cruza y recorre) el puente del aparente espejo”, como cifrara en Reflexión Esponja, su texto-mirada, ensayo lírico que desmaleza las pautas seguras de percepción de la lírica.
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Ángulo, y desplome diagonal de aquello que se refleja y no inquiere cosa alguna con doble simetría.
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Por eso, el núcleo de la palabra es removida, a la vez que desconsuela su estado cero y se reinstala en los bajo relieve de un montaje totémico, donde el lenguaje recupera sin filtros la extrañeza de las verdaderas combinaciones.
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Así, será escritura anti-arqueológica (es decir, que busca una verdad que no está en la lectura de las sobras, sino en la construcción de un cavado), y con ella la poesía de Jiménez se aleja de cierta pretendida verdad ancestral y la disemina en su propio trabajo de campo, con el fin de montar un silabario, y buscar en él un sentido que recupere el valor del asombro.
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Lector maravillado que supera la estupefacción y varía su energía con relación a la función plástica de la lengua.
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En ese aspecto la escritura sí es exploratoria, pero se trata de la expedición de un ciego que recala en las marcas de un rostro que será elidido –aunque vuelto a renombrar- como si nunca se lo hubiese intentado poner en pie.
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Desde ese aspecto, aquello que deviene palimpsesto se impone sin ataduras, contrario al mecanismo de la memoria, es decir a lo lógico-histórico, y moviendo bajo absoluto control el desafío de verse modificado por la tentación del olvido.
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El doble movimiento de la poesía: por un lado desactiva cualquier tentativa de narración, pero por otro irá fijando libro a libro –sobre todo después de Las miniaturas, y hasta Musgo y Sangrado inclusive- incisiones, corpúsculos en expansión librados a sus zonas, como espacios de imposición en una superficie en permanente serpenteo por el desierto de la lengua.
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Grafía para acechar su rastro en la arena, descifrarla, jamás glosar.
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2) Supérsite. La atmósfera del poema es encarnada en un “chorro de lumbre”: esquirlas y manchones de un ornato que inminente se disuelven y regresan a la penumbra del claroscuro.
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Escritura leonardesca, entonces, atrapada por una fascinación que se contrae y dispone su frecuencia en una intoxicación de sonidos.
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Supérsite que es cosa perenne, sobreviviente del alfabeto-Jiménez que refugia una sintaxis del diccionario personal.
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Escritura en códice, como reflejo artesanal y artesonado, y pulsión que no reprime el filete ya traspasado en la página para ofrecerse como partitura.
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En esa tensión existente entre “la hoguera amante” que se alimenta de “lo lunar” y esa levedad que atormenta la contemplación (porque ya es poema y pensamiento unidos), se resuelve la poesía de Jiménez, en un fundido lento cortando la raíz explicativa del suceso y volviéndola un decir cinematográfico, metonímico.
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Esa discontinuidad –flexible y ajustable a una forma ya multiplicada- logra conformar un paisaje que alimenta aunque no sacia, a pesar de ser la pastura afín del poeta y el motor del deseo por desplazarse siempre hacia delante.
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3) Giróvago. Lo ambulatorio siempre es inestable; el lenguaje se vuelve común, y replica en el término “anguila”.
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Textos serpentiformes. Estimología secreta de la anguila que nos lleva a su símil morena, y de allí a murena, es decir, a una de las referencias revisitadas, por ende secretas, de la literatura argentina: Héctor Murena.
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Puntos que se tocan desde el lodo electrificado de la conciencia, en oscilante balbuceo de un simulacro lisérgico.
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Los poemas de Jiménez no adulteran la conciencia creadora, pero tampoco confían a rajatabla en la actitud transmisora per sé de los sentidos.
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Lo sensorial se vuelve onda expansiva de un hipotético diapasón, y en la medida que persevera en la convulsión del tono también irá concluyendo, hasta que de nuevo golpee y se abandone a la vibración.
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A este procedimiento Reynaldo Jiménez parece llamarlo inflexión, o estilo, tal vez. Por eso su escritura es un “haberse salido no saberlo”, tal como se formula en uno de los textos que conforma la edición mexicana de Musgo.
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Un estilo que se afirma en la creencia de la salida hacia afuera, pero que además conlleva la certeza del desconocimiento.
Por eso su poesía es “ambulante”, o mejor dicho, portátil, de acuerdo a la tensión entre la competencia de la dirección de sus versos y el conveniente descontrol en que suceden.
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También existe una constante en su poética, que siempre nos acerca a lo inasible, lo incorpóreo, lo fugaz, pero anclando en un presente continuo que liga las acciones a lo mínimo, y lo mínimo a lo lumínico.
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Lo mínimo no como “minimal”, sino como unidad nucleica, genética, de su poesía, que arrastra un remanente verbal (“sarro”, diría) que se atomiza a la medida del territorio posible de sus versos.
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La escritura asciende y ralentiza la subida hacia la transparencia, y a la vez exhibe cadenas de sentido que va congelando el discurso, y desmiente cada siguiente sucesión.
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El término podría ser decurso, ya no como transcurrir sino como lapso.
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Poética lapsaria, donde el suceso es el hiato en la rendija. Y por ese mismo invisible pasadizo acontece tanto el sigilo como la imantación de ese sigilo.
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Lo que se retiene se inscribe como sedimento, y a la vez se reparte, acaece en la propagación sonora de un aliento reversible.
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4) Retinal. El ojo de Reynaldo es infrarrojo. La mirada como membrana localizándolo todo, donde lo múltiple ocurre en panóptico, siempre intervenida.
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Abertura en la cual bucea, detecta e inscribe nictálope, prescindiendo de las impresiones iniciales.
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Al examinar el acontecimiento la vista de poeta será por fin imperfecta (presbicia), porque no representa aquello que percibe, ni lo reproduce para tocarlo (efecto “cueva de Altamira”).
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El ojo no señala adónde hay que mirar, “porque atiende vívidamente lo que está viendo”.
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La mirada del autor será sentido presente en tanto y en cuanto se lo intenta. “Catapulta sin origen”: nueva vuelta por Reflexión Esponja.
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Será entonces la traza del Parmigianino y su espejo convexo, aunque el de Jiménez es cóncavo, hundido, implosivo, por lo tanto distorsionado.
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Esa alteración en las profundidades tiene su tamiz: la erótica del poeta trasegada por la zaranda o red de imanación de residuos sensoriales.
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El efecto óptico de los textos de Jiménez sería comparable a aquella frase de Elie Faure cuando cita a Watteau, y que rescata Deleuze en el prologo a Répétition et différence, y que afirma que el ojo del pintor “coloca lo más pasajero donde la mirada promedio encuentra lo más durable”. Algo de ese funcionamiento sensible es transferible al manejo que Reynaldo Jiménez produce con sus poemas.
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Lo circunstancial, incidental también, que despliega cierta mecánica infrarroja como una serie de internegativos fotográficos.
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Refracción de la efigie que no brilla porque sí; poesía de levísimos velos, siendo como es el pretexto conveniente de la variación. Prismáticos colocados hacia lo menos visible.
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Alternancia en el corrimiento que importa un rápido desalojo de la página por volumen.
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La retina simplifica los pasos del artificio y permite la rúbrica de un personalísimo epitelio, que también es escritura y adherencia.
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5) Cinegraf. La poesía como un salón de exhibición. Más microscópico aún: la acentuación al cuadrado de un proyector de diapositivas, confluencia instantánea de ciertos cristales bajo la intervención de la luz, al estilo prisma irisado.
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De ahí lo funambulesco en Jiménez, como apuntara Néstor Perlongher sobre su poesía en alguna ocasión. Ilusionismo que se muestra tal cual es; apariencia del anzuelo que siempre es aproximación hacia la presa (la entrada de la “anguila”, otra vez).
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La mirada nació para ser espectadora, dejarse atrapar, abandonarse a las imágenes.
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6) Eclipse. Movimiento de sombras asistiendo a una catarata de semillas, que son las palabras.
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La producción de sentido va de la mano con lo aprendido y lo perdido, bajo la gestualidad –apóstrofo- de un teatro de mímicas donde todo puede suceder.
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Así, la poesía será puro ademán de ejecutante, circunscrito a un panorama asimétrico.
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Escritura de los contornos. Margen que es el extremo del decir, e inclusión de la realidad cuando logra modificarla y desbaratar la operación del alfabeto.
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7) Reflujo. Asegura Guennadi Aigui que la poesía no tiene flujo ni reflujo. Dice que ella es, que habita.
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La escritura poética sería en este caso una propagación de su propia molécula ontológica, una constitución autónoma que garantice al trazo una plenitud humana y social, una profundidad que valdría discutir sólo en el plano de la expresividad.
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Sabemos sin embargo que si la expresividad no es eficaz, la “poesía” cae por sí misma, es decir, no será poesía.
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¿La escritura ligada a la eficacia, entonces?
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La poesía jamás estará estructurada en base a fundamentos pragmáticos, básicamente porque la poesía es un cuerpo más bien prismático.
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Cuando se habla de “eficacia”, estamos refiriéndonos a eficacia con relación a la poesía. En la obra de Reynaldo Jiménez la eficacia no es un valor absoluto, aunque se trata de un categoría a tomar en cuenta a la hora de volvernos arqueólogos de sus versos.
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El “valor absoluto” es aquello que no puede ser reemplazado por una valencia equivalente, salvo que se recurra a la hermenéutica. Una simetría con condiciones.
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Lo absoluto atrae a la glosa, porque sus decisión es retomar una narración interrumpida. La lírica ha trabajado contra este punto, y muchas veces fue derrotada, de acuerdo a quienes se impongan de puño y letra en diferentes etapas de la evolución del género.
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La ausencia de eficacia y la propensión a la decodificación mediante el estilo de los materiales verbales, le arrancaron a la poesía su fundamento huidizo, y se la presentó, la mayoría de las veces, como la construcción de un escritor –devenido lector- en voz alta.
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A Jiménez no le sucede nada de esto. Primero, porque sus reflujos permiten una escritura que está en permanente retirada de las aguas, es decir, no intenta reunirse en lo informe sino que se particulariza.
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Lo gregario, sí, es la sustancia con que están construidos sus poemas, que luego se expandirán, traicionarán lo general para afiliarse al microscopio, donde lo mínimo, por expansión o blow-up, se amplía, pero ya mediado por la lente original del poeta.
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Textos en bajamar, en ese Estado Real de Suspensión que evocara, y que convierte a la escritura en tierra ganada al mar de las totalidades (pólders) y la eficacia en una instancia sólo perceptible por quien lee una secuencia en voz baja.
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En esa primera voz, la que aclara y dialoga con el propio creador, aparece el ritmo interno, la respiración que desde un primer momento se le pretende imprimir a la página.
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Por eso los poemas de Reynaldo son afines a la suspensión instantánea de un sentido definitivo, reordenando las primeras sensaciones y ocupando las zonas ausentes dejada por la exégesis.
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No siempre quien lee en voz alta interpreta casi hasta la coincidencia el sustrato de un texto. En definitiva se tratará de una interpretación con ayuda de la voz. Todo poeta que se precie lucha por desprenderse de la interpretación y se vuelca a la aproximación del tono.
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Todo lo realizará en voz baja, casi en murmullo –un semitono-, igual que si se pasara un secreto al rojo vivo, sobre un oído confiable.
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8) En Colonna. El ojo no siempre penetra la realidad cuando apunta su objeto de deseo. Y bien: nada.
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Que se desliza sobre ella, porque lo concreto prefiere presentarse con su ionósfera intacta.
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El poeta no inocula cosa alguna con la percepción, cuya prolongación es un viaje mezquino: de la mente y los sentidos al ojo, que traduce, no hay un solo paso, existen varios y tantos como sensaciones se integren a la apertura de una visión.
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La escritura es ese surfear sobre las cosas, las palabras se enciman sobre aquello que ya está nombrado y opera por desconocimiento, por negación del tacto.
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En Jiménez se produce la traducción de la percepción por fuerza mayor, ya que sus textos se mueven como si recién se incorporaran al mundo del idiolecto.
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Las palabras son los ábacos con los que el poeta logra sistematizar una lógica, un estatuto invisible de futuros poemas. No se trata del ver para creer, sino del “mira, y no se toca”.
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Los poemas de Reynaldo Jiménez ofrecen una resistencia previa debido a su carácter de intraducibles. Por eso se hace fácil volver a ellos.
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Es inherente al hombre interesarse por el mecanismo del enigma y, de ser posible, descifrarlos mediante la lectura. Sin embargo, es sabido, los enigmas no constituyen adivinanzas, sino indicios de una verdad que se revela como tal, siendo relativa.
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Si las incógnitas conducen a la develación y por ende a la interpretación, los enigmas nunca abandonan su materia huidiza.
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¿La escritura como fin del enigma? ¿Para detener el desplazamiento sin objeto del hombre y asentarlo como pensamiento?
martes, 26 de diciembre de 2006
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