Es probable se trate del título de una obra a punto de desarrollarse, pero por ahora es la excusa de escribir esta breve miscelánea. En los tiempos en que escuchábamos en el patio del Colegio Nacional de La Plata la SW (Short Wave), el mundo abominaba contra los jóvenes, el cielo verde oliva reprendía una sotana gris de nubes, y mientras debíamos ajustarnos la corbata celeste y el pesado blazer azul, los oídos desarrollaban el arte de administrar la Siete Mares, en el buffet de Otero, tipo entrañables si los hay, enclavado en el corazón del colegio centenario. No era sólo una radio, era un mundo donde no lo había. En la búsqueda de otro mundo, nos topábamos con idiomas y vinculaciones diferentes. Los locutores, los periodistas, la música misma en otro idioma, parecía estar diciéndonos "hay un universo allí afuera, y está al alcance de tu mano." No era posible, claro, en ese entonces, para que ahondar en detalles. Sin embargo, los anticuerpos siempre están a la orden del día, o mejor, a servicio de la remembranza. A esta palabra última, sacada del mejor contexto estilo Familia Ingalls, no hay que tenerle miedo, o si no, sacudirla varias veces para que su almibar decante en recuperación perentoria. Escuchar otras radios, entonces, era salirse de sí, mover de derecha-izquierda\izquierda-derecha, esa forma particular de máquina del tiempo llamada dial. ¿Qué sentido tenía prestar oídos a un programa hablado en chino, con música china, con estética china, y donde todo lo que se escuchaba era chino, básico? Justamente eso, viajar al idioma. Remitirse al castellano, en aquella época (año 76, 77, 78), era prolongar el suplicio de la orden. Porque todo sonaba a señalamiento, a lo apuntado por alguien cuya jerarquía no era discutida pero nunca corroborada, materializada, estaba allí, medida entre nosotros, con los presagios de nuevos mandatos que si bien no hacían falta ser recibidos, por igual se sentían, se tomaban en cuenta. La dictadura fue atroz para quienes cayeron en los campos de concentración, está claro, no es equiparable, pero también lo fue para aquellos que no sentían otra alternativa que esperar ser arrasados por el lenguaje del orden. Y lo cierto es que aquella experiencia en el buffet de Otero, se prolongó en casa, donde con mis hermanos armamos en cartón un dial simulado, con las frecuencias que nos interesaban, tantos de amplitud modulada como de onda corta. La FM era una utopía, porsupuesto. Y entonces, mientras nos encerrábamos en el fondo de la casa de nuestros viejos, en una especie de tallercito mecánico con parrilla que había armado Alberto Arteca, nos poníamos a buscar nuevas voces (BBC en castellano, Radio Rebelde de La Habana, Radio Netherland, pequeñas aémes uruguayas, etc.) sin demasiada organización, o tal vez buscando alguna. Cuando a veces pienso de qué lugar tan profundo extrae un escritor la multiplicidad de registros y voces que conforman la sola voz que es el estilo, es cuando entiendo esas operaciones de la adolescencia como válidas. Ejercitar el oído es adecuarlo para el afuera; y el afuera, al menos así lo creo, es la variación del habla interna que se sale de registro para indagar en otros, menos amables (no sé, escuchar durante veinte minutos hablar a Thomas Bernhard, supongo, por youtube, en una conversación con Herbert Kraus y George Madeja, en 1969.), pero que se adecuan al sonido interno por la familiaridad de la otredad. Qué cosa, cada uno tiene su experiencia, y eso sin duda es intransferible. Se trata de una experiencia que va más allá de la lectura, y que tiene que ver con poner el oído en un dial personal. Siempre habrá alguien que coincide con nuestras búsquedas, la mayoría de las veces inconscientes.
sábado, 15 de mayo de 2010
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