Hace poco se reunieron en el Zócalo de la capital veinte mil ajedrecistas. Si convocáramos a una reunión semejante de lectores de poesía acaso lograríamos juntar apenas mil. En cambio, un llamado a todas las personas que la escriben en México tal vez duplicaría o triplicaría la cantidad de quienes practican el ajedrez.
Es sólo una entre las muchas paradojas de la poesía. Nadie puede explicarnos cómo se sostiene una actividad en que la oferta sobrepasa por cien o por mil la demanda, ni cómo es posible una separación de esta naturaleza entre lectura y escritura.
Sin embargo la poesía florece en México de un modo que nadie se imagina. No hay estado, no existe ciudad en que no funcionen talleres de poesía, revistas y sobre todo libros, a menudo de gran calidad, que rara vez o nunca salen de su lugar de origen.
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Celebro todas las formas electrónicas, escénicas o gráficas en que se difunde, pero aquí hablo de la poesía como de un arte íntimo, algo que se escribe en la soledad y se lee en el silencio para lograr así la comunicación más honda que pueda establecerse entre dos seres humanos. Leo, es decir, le doy a dos versos de Job mi voz interior, la que nadie podrá escuchar nunca,
Pues nosotros somos de ayer y nada sabemos
y nuestros días en la Tierra son como sombra.
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Hace cincuenta años, por los días finales de 1957, apareció Piedra de sol, el gran poema de Octavio Paz. Se preguntaba:
¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?,
¿cuándo somos de veras lo que
somos?,
[...]
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no
es de nadie, todos somos
la vida –pan de sol para los otros,
los otros todos que nosotros somos [...]
Pareció claro entonces que la poesía mexicana fue excelente, lástima que nadie se enorgulleciera de ella y no saliese casi nunca de las fronteras nacionales. En adelante sólo quedaban la oscuridad y el vacío. Después de 1957 nadie se interesaría por leerla, nadie se arriesgaría a escribirla, se creyó. El mundo moderno, la era posterior a Auschwitz e Hiroshima, ya la había convertido en una actividad anacrónica.
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Gabriel García Márquez y Carlos Monsiváis han insistido en que la poesía fue derrocada, perdió el sitio central que tuvo en nuestras sociedades y por lo tanto en nuestras vidas. No estoy seguro de esta afirmación. Hallo por todas partes datos contradictorios. De un lado está, por ejemplo, el fenómeno de masas que fue en 1919 el entierro apoteósico de Amado Nervo. Del otro, el hecho incontrovertible de que libros tan influyentes como Cantos de vida y esperanza (1905) de Rubén Darío no alcanzaron tiradas de más de quinientos ejemplares.
Puede ser que el libro era, como lo es hoy, la base pero no el medio esencial de difusión. Los periódicos reproducían poemas en sitios que poco a poco fue llenando la publicidad. A falta de discos, radio, televisión e internet, en las reuniones se tocaba el piano y se declamaba. En las ceremonias se leían poemas alusivos. En las escuelas se practicaba la declamación.
Aquí me declaro culpable de haber contribuido desde mi insignificancia a su destierro. Como todos, hice de mis ineptitudes mi dogma y mi doctrina. No tuve talento para declamar, por tanto la juzgué una actividad pomposa y cursi. Puede ser, pero lo cierto es que la declamación nos enseñaba a hablar y a pronunciar bien, daba el gusto por la lengua materna y el placer por su sentido rítmico y nos proporcionaba un vocabulario no tan restringido como el de nuestro “Basic Spanish”, las doscientas o trescientas palabras con que hoy todos nos comunicamos.
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A fines de siglo la aparición de la computadora personal suscitó la esperanza: al fin nos libraríamos de la hojarasca que destruye los bosques y congestiona los archivos. Ahora vemos que la multiplicó al infinito. La otra gran ilusión fue ver en la pantalla escrita el sitio en que se reconciliarían Gutenberg y Edison.
Es cierto que hoy se escribe más que nunca, pero con toda honradez hay que preguntarse si el correo electrónico y el surgimiento democrático de un inmenso bloguetariado, en que las estrellas del blog se aprestan a sustituir a las estrellas del rock, han hecho que por la simple práctica intensiva mejoren nuestra prosa y nuestro sentido del idioma. Por otra parte, cada día es mayor el influjo del newspeak de los teléfonos celulares en la redacción de nuestros mensajes.
Otra pregunta es si de verdad el progreso mediático hizo desaparecer a los declamadores o nada más los actualizó. Por cada diez mil personas dispuestas a escuchar poemas acompañados por música y espectáculos, sólo hay veinte con la voluntad de comprar los libros donde se hallan los textos que tanto aplaudieron esa noche.
La poesía –tal vez haya que añadir desde ahora: la poesía escrita– quedó al margen de la vida cotidiana: una afición tan privada y minoritaria como el ajedrez. Sólo que el ajedrez tiene el respeto negado a la otra. Aunque también improductivo en el planeta que domina el mercado, el ajedrez se considera una actividad inteligente, no sentimental como hacer versos. Puedo decir “soy ajedrecista” y ser mirado con respeto. Si me atreviera a decir “soy poeta” provocaría risa.
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La vida toda no se explica sin el cambio incesante. Así, negar la necesidad histórica de la vanguardia es imposible. Pero no menos cierto es que la vanguardia segregó de la poesía al público. Una explicación probable es que la gente tardó ochocientos años en habituarse a la rima y de pronto la despojamos de ella. No existe rima en la poesía clásica y no apareció hasta 1200 en los himnos eclesiásticos de un latín ya contaminado por las lenguas vernáculas.
Como el verso mismo, la rima es en principio un recurso mnemotécnico que se usaba hasta en las cartillas y catecismos escolares. Al dejar de ser memorizable la poesía dejó de ser memorable. ¿Qué responderíamos ahora si alguien nos preguntara cuántos poemas nos sabemos de memoria? Esto es, cuántos poemas llevamos dentro de nosotros. No olvidemos que en otros idiomas se habla del corazón: uno se sabe poemas by heart, par coeur, esto es: íntimamente, por dentro.
Hoy el único poema que casi todos recuerdan y es por tanto el más popular de la lengua española resulta:
En este mundo traidor
Nada es verdad ni mentira.
Todo es según el color
Del cristal con que se mira.
Pero si preguntamos quién lo escribió ¿cuántos dirán que fue Ramón de Campoamor (1817-1901)? El verdadero triunfo de la poesía consiste en volverse anónima, disolverse en la vida. El poema se disgrega en versos sueltos y en frases. Una mínima fracción del público que ha devorado El código Da Vinci lee los libros de T.S. Eliot; no obstante, todos los días y en todos los medios de habla inglesa se cita “Abril es el mes más cruel” o “No podemos soportar un exceso de realidad”.
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Más paradojas y extrañezas: Nadie, se supone, lee poesía y, con todo, no hay nadie que en algún momento de su vida no haya escrito algunos versos. En cambio, muy pocas personas han hecho novelas o sinfonías o pinturas murales. Si pregunto a quienes me rodean la respuesta más previsible es: “No me interesa para nada. Desde que salí de la escuela jamás he vuelto a leer un poema. No tiene que ver con mi vida.”
Quien lo dice, o bien se conmueve con el Himno Nacional o pasa muchas horas de su vida conectado a audífonos que trasmiten desde su iPod, si no poesía en sentido estricto, al menos versos que se ciñen a la música. Esas letras sí son memorables y memorizables y se llevan by heart, par coeur toda la vida.
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La poesía personal se llama “lírica” porque estaba hecha para cantarse o decirse con acompañamiento musical. En el Renacimiento letra y música se apartaron y la poesía, gracias al desarrollo de la imprenta, se convirtió en un género escrito, hecho para la entonces todavía reciente lectura en silencio.
Quizá el efecto de los instrumentos electrónicos que desplazaron a la poesía de su empleo familiar no ha sido abolirla sino regresarla a los orígenes musicales. Vuelvo a mi ejemplo audiovisual: A una lectura de poesía asisten, en el mejor caso, cien personas; a un concierto de rock, cien mil. De un libro de poemas se venden, durante varios años, si logra el milagro de permanecer en circulación, mil ejemplares. De un disco, aun en la época en que es posible “bajarlo” de internet, un millón de copias.
Internet ha multiplicado hasta el punto de volverlos inabarcables los sitios y los blogs dedicados a la poesía. Ahora quien tenga acceso a una computadora puede leer, y si lo desea imprimir, decenas de miles de poemas. También está en posibilidad de difundir –virtualmente al infinito– sus propios trabajos. La línea divisoria entre productor y consumidor se ha roto. Es un fenómeno tan relativamente nuevo que aún no podemos asimilarlo ni saber a ciencia cierta cuáles son sus beneficios y maleficios.
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Por lo pronto, la masificación no debe asustarnos. Siempre se ha escrito una cantidad inmensa de versos y de ellos menos del uno por ciento alcanza a sobrevivir un año o una década. Vivimos en el mundo de lo efímero, lo perecedero, lo desechable. Nos habituamos a asociar la poesía con los valores eternos. Horacio podía creer que sus poemas iban a ser más perdurables que el bronce y las pirámides; Ovidio supuso que lo seguirían leyendo por los siglos de los siglos. Su creencia estaba basada en que el imperio romano duraría miles de años y la lengua latina seguiría viva siempre en el mundo que el césar dominaba. Hoy sabemos que todo nace muerto o se deshace en el aire.
El césar y su imperio se vinieron abajo, pero tampoco se equivocaron estos poetas: gracias a las constantes traducciones los seguimos leyendo, aunque necesitemos de lo que George Steiner llamó “el aparato ortopédico de las notas al pie”. Además perdimos la noción de “cantidad”, indispensable para leer bien sus versos, y nadie sabe realmente cómo se pronunciaba el latín.
En los setenta llegamos a creer que los libros producidos entonces se desmoronarían físicamente antes de cumplir quince años y que para el siglo XXI versos tan claros como los que inician Piedra de sol:
un sauce de cristal, un chopo de agua,
un alto surtidor que el viento arquea,
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Horacio y Ovidio nos conducen a otra paradoja y a otro ejemplo de la frontera movediza entre lo culto y lo popular. El hexámetro fue el metro por excelencia de la poesía latina. Los grandes poetas europeos y americanos han tratado en vano de reproducir en las lenguas modernas los seis pies métricos de que consta en el original. El resultado no es satisfactorio ni siquiera en maestros como Darío:
Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,
Hace mil años Per Abbat, o quien haya escrito o transcrito el Cantar de Mío Cid, halló que en la naciente lengua castellana lo más aproximado al hexámetro clásico era un verso largo de dieciséis sílabas. El pueblo español lo partió en dos y nació nuestro octosílabo, el metro por excelencia de este idioma, a tal grado que, según Alfonso Reyes, para el oído popular no suena a poesía nada que exceda de ocho sílabas.
Cómo se asombrarían los poetas latinos y los gruperos de hoy al enterarse de que la más cercana perduración de los versos que sonaban en Roma son las letras de los narcocorridos, y también de que, cultos o populares, todos los versos octosilábicos españoles pueden cantarse perfectamente con la música de La llorona, La guantanamera o El jinete. Basta citar el monólogo de Segismundo en La vida es sueño que comienza:
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo.
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El contraste más fuerte es el que existe hoy entre la poesía y el futbol. No tengo nada contra el futbol, todo lo contrario; pero no dejan de llamarme la atención los suplementos a color que le dedican a diario todos nuestros periódicos frente a las cada vez más menguadas páginas culturales. Y en ellas se reduce día con día el breve espacio que un tiempo tuvieron los poemas y los libros de poemas.
Sería abominable una dictadura ilustrada que impusiera por decreto el leer poesía. Más bien, muchos piensan que habría que prohibirla y perseguirla para hacerla deseable y disfrutarla. Ezra Pound habló de “El pensamiento de lo que Norteamérica sería/ Si los clásicos tuvieran más circulación”. Menos ambicioso que Pound, no dejo de pensar en lo que México sería si la gente supiera de poesía el uno por ciento de lo que sabe de futbol, su historia, sus técnicas, sus grandes figuras, su pasión, su misterio.
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Supongo que la capacidad de entender y disfrutar la poesía es como el don de hallar placer en la música clásica, algo que no todo el mundo tiene ni debe avergonzarse por no tener. Tal vez se trate de una capacidad innata en todas las personas que es sofocada muy pronto por la injusticia y por la falta de instrucción. La idea del ritmo está presente desde el primer día de la vida y el bebé se adormece a sí mismo con una canción sin palabras. Poco después descubre el idioma como materia poética y pregunta a sus padres cosas del estilo de “¿Por qué brilla la luna” o “¿Adónde van los días que pasan?”
A veces tiene la dicha de que le permitan apreciar en los versos más sencillos, como
A un panal de rica miel
Dos mil moscas acudieron,
Que por golosas murieron,
Presas de patas en él,
el hecho de que las palabras poseen otra utilidad distinta de la cotidiana. No sólo sirven para decir “Tengo hambre”, “Me quiero dormir”, “Dame agua”; también pueden jugar entre ellas mismas. Cantan en el ritmo y bailan en el encuentro mágico de la rima.
La poesía es la forma más exacta, concentrada y económica de decir las cosas. Así, algunos de los mejores poemas de la humanidad, los epigramas griegos y los haikús japoneses, caben perfectamente, como si estuvieran hechos para ellos, en un correo electrónico y hasta en un mensaje de texto, algo que no imaginaba Teognis al escribir hace veinticinco siglos:
Estupidez humana:
Te conmueven los muertos,
no la flor de juventud
que pasa.
O Kobayashi Issa cuando dice en el Japón del siglo XIII:
Te bañan cuando naces.
Te bañan cuando mueres.
Eso es todo.
La paradoja final de la poesía, que acaso explique su aislamiento, es ser mala conductora de la dicha y el placer, y en cambio receptáculo privilegiado de la negatividad del mundo. Sus topoi, o lugares comunes o temas privilegiados, son los mismos siempre en todas las lenguas, en todas las épocas, en todas las culturas: el dolor, la muerte, el paso del tiempo, lo efímero de nuestra experiencia de la vida. Y sin embargo, por obra y gracia del arte, el sufrimiento se transforma en un goce que sólo puede dar la poesía y gracias al verso se logra decir lo que nada más es posible expresar en un poema.
José Emilio Pacheco
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