1. Este nuevo libro de Ajens, al igual que su anterior texto, El entrevero, es un trabajo desplazado de género, y se inscribe dentro de una familia de ensayos-ficción-antropológica cada vez más usual en América Latina; pienso en El aliento del dragón, Horizontes de juguete y El pez volador, de Octavio Armand, o Por los pasillos y Reflexión Esponja, de Reynaldo Jiménez, o Cuerpo a diario, del cubano Gerardo Fernández Fe, y más allá del continente, Bélieres (traducido como Carneros, por Amorrortu), de Jacques Derrida; hay un patrón común: se tratan, la mayoría de ellos, de textos que superan el límite del contorno críptico, para dar paso a la mezcla de géneros, la deriva propositiva, y el afianzamiento, para decirlo de una manera más programática, de una pensamiento rizomático. Muy bien, La flor del extérmino proviene de ese árbol donde la fruta está por masticarse, pero si cae el fruto y no se consume, se agusana, o como se dice comunmente, se pasa. Es decir, Andrés Ajens escribe textos que, en apariencia, tienen su tiempo de lectura. Libros que van articulando y desmontando sintagmas, ya de por sí dislocados. En este último, regenera la imprevisión de trabajar capítulos, aunque su tarea no es ficcionalizar la lengua, sino dejarla atrapada por la tensión entre un tejido de mutaciones. Del aymara al quechua, en lenta descomposición, Ajens consigue reactualizar la ruta del menudeo de la intracultura amerindia. Trabajar desde el trapicheo de los vocablos es descapitalizar la palabra, inadvertirla como flujo de condicionamiento del lenguaje, y es allí, entonces, que Ajens internaliza lo que debiera haber sido, sin duda, una batalla personal contra el lenguaje. No es sencillo trabar una disputa desde ese sitio, con el lenguaje, para con el lenguaje: eso es lo que realiza nuestro vecino de Pirque. Hay un segmento en esta obra que es absolutamente revelador. Ajens asegura que la lengua europea es un cheque de viajero (traveler’s check), y vale por su valor de intercambio; y luego compara los efectos de esa lengua con los dialectos amerindios, y ese comercio se corta, en algún lugar no se vuelve intercambiable.
2. Podríamos pensar que La flor del extérmino es un largo recorrido por una moebius sintagmática, donde se describe, como módulos impersonales, las variantes semánticas, pero también la utilización maniquea del sentido, de aquellos vocablos que adulteran el sintagma, que es lo mismo que desactivar el mecanismo de la oralidad.
Hay algo en la escritura de Ajens que nos provoca la pulsión necesaria a seguir leyéndolo. Y eso ocurre porque su escritura poética y la ensayística tiene el mismo rigor e idéntico grado de dificultad. No existen fronteras definidas, salvo por el curso antropológico, indudable, que tienen sus reflexiones, que en verdad son derivas de un sistema epistemológico que trabaja desde el meollo de la lengua. Algo así como una “historia personal de un límite”, o mejor diríamos de un ex límite, porque en ese sentido, lo que trabaja Ajens es la difuminación de las fronteras genéricas (y si no fuera por que ya está instalada una demonizada metáfora agroindustrial, llamaríamos a su literatura, transgénera). En ese sentido, vale recordar que nuestro Héctor Libertella, cuando hablaba de pastiche, lo hacía con relación a la forma última del texto perverso, que trabaja con el escrito Originario para empastarlo, desviarlo hasta trabajarlo todo desde una escritura que suceda a otra, nuevamente desmentida.
3. La flor del extérmino mantiene para sí una escritura estratificada. Es posible ver en ella, como un corte transversal de un hormiguero, qué cosa ocurre en el libro de Ajens, lo mismo si fuera un organismo vivo, multiplicado por una o varias coordenadas que van acoplándose a medida que se superponen los territorios de sentido. Y uno de esos sentidos, que lo atraviesa todo, y que demarca el libro como un constructo flexible, desplegable, una especie de origami radicalizado por la palabra, es el texto Tragedia del fin de Atahualpa, de Jesús Lara. Como el Derrida de las Aporías, Ajens se pregunta por el comienzo del fin, o para decirlo por fuera de los límites de la interrogación, nuestro autor se pregunta desde la “experiencia de frontera como experiencia de término”. Lo que propone Ajens es esa triple estructura de la extralimitación derridiana, en la acual la afirmación, la negación (o mejor, la denegación) y la interrogación, en lenguas como el quechua y el aymara, se prestan el sentido de la propiedad. Y para eso necesita nuestro autor arribar a conclusiones tan arriesgadas como furtivas: que “no habrá habido literatura en los Andes prehispánicos salvo en traducción, y traducción nomás de lo aparente: lo que (se) muestra”, para después poner en crisis la misma entidad del autor de Tragedia del fin de Atahualpa. Ajens bascula desde el suelo de la traducción para proponer una lectura de lo aparente, lo que coloca su trabajo en una esfera por fuera de los bordes de la literatura, y lo acerca a la proposición especulativa. ¿Qué intenta construir el discurso de La flor del extérmino? Básicamente una determinación de la lengua, territorial y lingüística, pero por sobre todas las cosas una “venida sin paso”, como un modo de atravesar, interesar y por fin, intercambiar las posibilidades del lenguaje. En el mundo de Ajens, más allá del rodeo permamente del signo, nadie tiene derecho a estar segutro de nada.
4. La flor del extérmino es el capítulo extensivo de El entrevero, publicado por la editorial Cuatro Propio, no mucho tiempo atrás. Es la maquinaria aceitada de una mixtura muy compleja de realizar, porque ensaya variantes que van más allá del acopio estilístico y de un mecanismo de procedimientos. Las indagaciones de Ajens van directo al corazón del problema literario, y aquí, problema, debe leerse como aporía, como el lenguaje fuera de lo relacional entrevisto desde la dificultad, que es una forma de intervención desde la praxis, o desde una política huidiza de la lengua. Es allí donde Ajens entrelaza dos poéticas bien diferentes, pero no necesariamente desestimadas desde su dirección: la de Celan y la de Bustriazo Ortíz. No es la primera vez que el escritor chileno unifica desde la reflexión horizontes al parecer poco amalgamables. Ajens toma un atajo filológico (es más, este libro que presentamos es la historia de un atajo) que es desmontar en forma cubista la palabra exterminar. Pasada la frontera del término, la palabra se reproduce desde sus efectos orales, sus rebotes históricos, y más tarde, sus reverberos antro-artropológicos. Ajens sigue la ruta del vernichtet, una palabra cuyo sobrepeso perimetral en la hoja en blanco de Paul Celan, va más allá del reemplazo directo en castellano de “exterminados”: se trata de traspasar el límite, ir contra el ahorro del dolor, bajar desde el poeta que entendió que “Dios decidió SER HABLADO”, a la ocupación física de la cancelación por la cancelación misma. Un verdadero exterminio lingüístico y proporcional a la inversión propuesta por los dos autores antes mencionados. Andrés Ajens disecciona el poema “Balada arcaica”, de Bustriazo Ortíz y se pregunta, en forma inquietante, si este texto clausura el ciclo abierto por Sarmiento, y se consteta: tal vez. No se trata de un ejercicio de colocar en el lugar de la afirmación un nicho de ambigüedad, sino proponer un tramo más, un escalón significante que ocupe el lugar de una lectura. Y ese lector-Ajens ubica el texto de Bustriazo, cuyo leitmotiv es “no me prendas la flor del exterminio”, como un reverso del Facundo, lo que es decir el negativo de la aniquilación, o de la propuesta llevada con éxito de la cancelación física y simbólica del indio. De alguna manera, Ajens dispone de un aparato normativo sobre el texto de Bustriazo que consigue amplificar los alcances del mismo. Es como si lo extrajera de una frontera invisible, incluso a la mirada del lector de Bustriazo, para sacarlo también de su primer encantamiento. En ningún momento Ajens triangula con la literatura cuando desmonta “Balada arcaica”, sino que pone a funcionar desde la literatura los efectos de ese texto con relación a la propuesta global de La flor del extérmino. Y en ese aspecto, podemos señalar que la propuesta del libro es entablar un diálogo sin ambages entre lenguas, como si fuese un Champollión trasandino que ubica su Rosetta particular, y a partir de allí, distribuye un secreto. Por otra parte, la conexión entre Ajens y Bustriazo Ortíz, muerto a mitad del año pasado en La Pampa –y cuya obra es una forma de iceberg super árido, donde lo que asoma es la obra édita, aunque el cuerpo principal, permanentemente hundido, sigue sin conocerse en su totalidad-, va más allá del lenguaje. Ajens también parece ser un escritor descoyuntado, lo más parecido a un triturador de signos, o mejor, un trabajador fractal de la palabra. Sin duda, este texto, y el anterior, El entrevero, se meten de lleno en la mejor tradición experimental de los textos reflexivos americanos, y esa tradición babeliza todo lo que toca, como Galaxias, de Haroldo de Campos, recientemente traducida por el amigo Reynaldo Jiménez para La Flauta Mágica, una editorial uruguaya que se las trae. Recuerdo otro libro pariente a los de Andrés: Mallarmé, de los hermanos De Campos y Decio Pignatari. Collage, traducción, versión, cita, etc. Una especie de texto total donde se impone una mirada sobre la literatura, y a esa especie de bestia omnívora pertenece la obra de Ajens.
5. La poesía es un régimen de versiones en versión. Si esto es así, y de un modo lo afirma el ensayo de Andrés Ajens, entonces la forma última, denominada poema, admite el derecho a la transformación del gusto. En ese aspecto, el libro de Ajens no trabaja a partir del sinsentido –lo que sería, de todas maneras, una fórmula insuficiente- sino sobre la imprecisión; y como diría César Aira, la imprecisión del sentido se revela en el pasaje de la traducción. Ajens reelabora, hablando de Paul Celan, los efectos móviles de palabras recurrentes, tanto en el poeta rumano-teutón, como en gran parte de la filosofía heideggeriana, y estas palabras son Vernichtung y unheimlich, algo así como “la destrucción” o el “aniquilamiento”, en permanente fusión con lo “siniestro”, lo que revuelve las aguas profundas de los temores más añosos, e indescriptibles. Y para no ser tan propositivo, Ajens nos previene de la legibilidad, porque exhibe un mundo intercontectado de pensamientos en sucesión de devenires: llega tan lejos como profundo es el lenguaje de los que no hablan, apenas balbucean, o bien de los que se ven eximidos de comprobar la circulación del discurso. El lenguaje de Ajens no comunica, sino excava; no revela, sino que descubre; y no impone una sola lectura, porque huye del sentido seguro. De ahí la fuerza del tal vez de Ajens, que es el de Celan, ese “tal vez” de la muerte cuando, una vez, fue alimento. Por eso, al igual que Celan, y lo mismo corresponde a Bustriazo, esta obra de Ajens elabora un epílogo que es la unión de distintos cruces, en apariencia insólitos. Pero, como cita el propio Ajens al hablar del autor de El Meridiano, “los poemas no son en primer término cosas que se escriben, no comienzan en el momento en que son puestos por escrito; son regalos para quien está atento o atenta”. Y ese obsequio es el asombro, que es el motor de cualquier lectura, para dar paso a un segundo asombro, que es el efecto de escritura. De allí que el procedimiento más apropiado para variarnos en La flor del extérmino, sea la segmentación, en el aspecto estructural del libro, y la elipsis, en el funcionamiento de la economía sintáctica, que siempre gana cuando avanza con mayor velocidad. Ajens llena, de esa manera, los espacios reflexivos con una melodía lógica, que lleva al mismo tiempo a la pregunta y a la indagación. Cuando uno abre este libro y más tarde, lo que signifique el sentido de la duración, lo concluya, caerá en la idea de que jamás leyó tanta cantidad de palabras concentradas. Y sin embargo, no será suficiente. Habrá que abrirlo de nuevo, ya no en la primera página, sino en el momento preciso en que La flor del extérmino se convirtió en uno de esos libros distintos a los que solíamos leer.
*Presentado en la Librería Fedro, Buenos Aires, el 29 de abril de 2011, junto a Reynaldo Jiménez, y el autor del texto, el poeta, traductor y ensayista chileno Andrés Ajens.
2. Podríamos pensar que La flor del extérmino es un largo recorrido por una moebius sintagmática, donde se describe, como módulos impersonales, las variantes semánticas, pero también la utilización maniquea del sentido, de aquellos vocablos que adulteran el sintagma, que es lo mismo que desactivar el mecanismo de la oralidad.
Hay algo en la escritura de Ajens que nos provoca la pulsión necesaria a seguir leyéndolo. Y eso ocurre porque su escritura poética y la ensayística tiene el mismo rigor e idéntico grado de dificultad. No existen fronteras definidas, salvo por el curso antropológico, indudable, que tienen sus reflexiones, que en verdad son derivas de un sistema epistemológico que trabaja desde el meollo de la lengua. Algo así como una “historia personal de un límite”, o mejor diríamos de un ex límite, porque en ese sentido, lo que trabaja Ajens es la difuminación de las fronteras genéricas (y si no fuera por que ya está instalada una demonizada metáfora agroindustrial, llamaríamos a su literatura, transgénera). En ese sentido, vale recordar que nuestro Héctor Libertella, cuando hablaba de pastiche, lo hacía con relación a la forma última del texto perverso, que trabaja con el escrito Originario para empastarlo, desviarlo hasta trabajarlo todo desde una escritura que suceda a otra, nuevamente desmentida.
3. La flor del extérmino mantiene para sí una escritura estratificada. Es posible ver en ella, como un corte transversal de un hormiguero, qué cosa ocurre en el libro de Ajens, lo mismo si fuera un organismo vivo, multiplicado por una o varias coordenadas que van acoplándose a medida que se superponen los territorios de sentido. Y uno de esos sentidos, que lo atraviesa todo, y que demarca el libro como un constructo flexible, desplegable, una especie de origami radicalizado por la palabra, es el texto Tragedia del fin de Atahualpa, de Jesús Lara. Como el Derrida de las Aporías, Ajens se pregunta por el comienzo del fin, o para decirlo por fuera de los límites de la interrogación, nuestro autor se pregunta desde la “experiencia de frontera como experiencia de término”. Lo que propone Ajens es esa triple estructura de la extralimitación derridiana, en la acual la afirmación, la negación (o mejor, la denegación) y la interrogación, en lenguas como el quechua y el aymara, se prestan el sentido de la propiedad. Y para eso necesita nuestro autor arribar a conclusiones tan arriesgadas como furtivas: que “no habrá habido literatura en los Andes prehispánicos salvo en traducción, y traducción nomás de lo aparente: lo que (se) muestra”, para después poner en crisis la misma entidad del autor de Tragedia del fin de Atahualpa. Ajens bascula desde el suelo de la traducción para proponer una lectura de lo aparente, lo que coloca su trabajo en una esfera por fuera de los bordes de la literatura, y lo acerca a la proposición especulativa. ¿Qué intenta construir el discurso de La flor del extérmino? Básicamente una determinación de la lengua, territorial y lingüística, pero por sobre todas las cosas una “venida sin paso”, como un modo de atravesar, interesar y por fin, intercambiar las posibilidades del lenguaje. En el mundo de Ajens, más allá del rodeo permamente del signo, nadie tiene derecho a estar segutro de nada.
4. La flor del extérmino es el capítulo extensivo de El entrevero, publicado por la editorial Cuatro Propio, no mucho tiempo atrás. Es la maquinaria aceitada de una mixtura muy compleja de realizar, porque ensaya variantes que van más allá del acopio estilístico y de un mecanismo de procedimientos. Las indagaciones de Ajens van directo al corazón del problema literario, y aquí, problema, debe leerse como aporía, como el lenguaje fuera de lo relacional entrevisto desde la dificultad, que es una forma de intervención desde la praxis, o desde una política huidiza de la lengua. Es allí donde Ajens entrelaza dos poéticas bien diferentes, pero no necesariamente desestimadas desde su dirección: la de Celan y la de Bustriazo Ortíz. No es la primera vez que el escritor chileno unifica desde la reflexión horizontes al parecer poco amalgamables. Ajens toma un atajo filológico (es más, este libro que presentamos es la historia de un atajo) que es desmontar en forma cubista la palabra exterminar. Pasada la frontera del término, la palabra se reproduce desde sus efectos orales, sus rebotes históricos, y más tarde, sus reverberos antro-artropológicos. Ajens sigue la ruta del vernichtet, una palabra cuyo sobrepeso perimetral en la hoja en blanco de Paul Celan, va más allá del reemplazo directo en castellano de “exterminados”: se trata de traspasar el límite, ir contra el ahorro del dolor, bajar desde el poeta que entendió que “Dios decidió SER HABLADO”, a la ocupación física de la cancelación por la cancelación misma. Un verdadero exterminio lingüístico y proporcional a la inversión propuesta por los dos autores antes mencionados. Andrés Ajens disecciona el poema “Balada arcaica”, de Bustriazo Ortíz y se pregunta, en forma inquietante, si este texto clausura el ciclo abierto por Sarmiento, y se consteta: tal vez. No se trata de un ejercicio de colocar en el lugar de la afirmación un nicho de ambigüedad, sino proponer un tramo más, un escalón significante que ocupe el lugar de una lectura. Y ese lector-Ajens ubica el texto de Bustriazo, cuyo leitmotiv es “no me prendas la flor del exterminio”, como un reverso del Facundo, lo que es decir el negativo de la aniquilación, o de la propuesta llevada con éxito de la cancelación física y simbólica del indio. De alguna manera, Ajens dispone de un aparato normativo sobre el texto de Bustriazo que consigue amplificar los alcances del mismo. Es como si lo extrajera de una frontera invisible, incluso a la mirada del lector de Bustriazo, para sacarlo también de su primer encantamiento. En ningún momento Ajens triangula con la literatura cuando desmonta “Balada arcaica”, sino que pone a funcionar desde la literatura los efectos de ese texto con relación a la propuesta global de La flor del extérmino. Y en ese aspecto, podemos señalar que la propuesta del libro es entablar un diálogo sin ambages entre lenguas, como si fuese un Champollión trasandino que ubica su Rosetta particular, y a partir de allí, distribuye un secreto. Por otra parte, la conexión entre Ajens y Bustriazo Ortíz, muerto a mitad del año pasado en La Pampa –y cuya obra es una forma de iceberg super árido, donde lo que asoma es la obra édita, aunque el cuerpo principal, permanentemente hundido, sigue sin conocerse en su totalidad-, va más allá del lenguaje. Ajens también parece ser un escritor descoyuntado, lo más parecido a un triturador de signos, o mejor, un trabajador fractal de la palabra. Sin duda, este texto, y el anterior, El entrevero, se meten de lleno en la mejor tradición experimental de los textos reflexivos americanos, y esa tradición babeliza todo lo que toca, como Galaxias, de Haroldo de Campos, recientemente traducida por el amigo Reynaldo Jiménez para La Flauta Mágica, una editorial uruguaya que se las trae. Recuerdo otro libro pariente a los de Andrés: Mallarmé, de los hermanos De Campos y Decio Pignatari. Collage, traducción, versión, cita, etc. Una especie de texto total donde se impone una mirada sobre la literatura, y a esa especie de bestia omnívora pertenece la obra de Ajens.
5. La poesía es un régimen de versiones en versión. Si esto es así, y de un modo lo afirma el ensayo de Andrés Ajens, entonces la forma última, denominada poema, admite el derecho a la transformación del gusto. En ese aspecto, el libro de Ajens no trabaja a partir del sinsentido –lo que sería, de todas maneras, una fórmula insuficiente- sino sobre la imprecisión; y como diría César Aira, la imprecisión del sentido se revela en el pasaje de la traducción. Ajens reelabora, hablando de Paul Celan, los efectos móviles de palabras recurrentes, tanto en el poeta rumano-teutón, como en gran parte de la filosofía heideggeriana, y estas palabras son Vernichtung y unheimlich, algo así como “la destrucción” o el “aniquilamiento”, en permanente fusión con lo “siniestro”, lo que revuelve las aguas profundas de los temores más añosos, e indescriptibles. Y para no ser tan propositivo, Ajens nos previene de la legibilidad, porque exhibe un mundo intercontectado de pensamientos en sucesión de devenires: llega tan lejos como profundo es el lenguaje de los que no hablan, apenas balbucean, o bien de los que se ven eximidos de comprobar la circulación del discurso. El lenguaje de Ajens no comunica, sino excava; no revela, sino que descubre; y no impone una sola lectura, porque huye del sentido seguro. De ahí la fuerza del tal vez de Ajens, que es el de Celan, ese “tal vez” de la muerte cuando, una vez, fue alimento. Por eso, al igual que Celan, y lo mismo corresponde a Bustriazo, esta obra de Ajens elabora un epílogo que es la unión de distintos cruces, en apariencia insólitos. Pero, como cita el propio Ajens al hablar del autor de El Meridiano, “los poemas no son en primer término cosas que se escriben, no comienzan en el momento en que son puestos por escrito; son regalos para quien está atento o atenta”. Y ese obsequio es el asombro, que es el motor de cualquier lectura, para dar paso a un segundo asombro, que es el efecto de escritura. De allí que el procedimiento más apropiado para variarnos en La flor del extérmino, sea la segmentación, en el aspecto estructural del libro, y la elipsis, en el funcionamiento de la economía sintáctica, que siempre gana cuando avanza con mayor velocidad. Ajens llena, de esa manera, los espacios reflexivos con una melodía lógica, que lleva al mismo tiempo a la pregunta y a la indagación. Cuando uno abre este libro y más tarde, lo que signifique el sentido de la duración, lo concluya, caerá en la idea de que jamás leyó tanta cantidad de palabras concentradas. Y sin embargo, no será suficiente. Habrá que abrirlo de nuevo, ya no en la primera página, sino en el momento preciso en que La flor del extérmino se convirtió en uno de esos libros distintos a los que solíamos leer.
*Presentado en la Librería Fedro, Buenos Aires, el 29 de abril de 2011, junto a Reynaldo Jiménez, y el autor del texto, el poeta, traductor y ensayista chileno Andrés Ajens.
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