Esa foto es un instante, cristalizado, preferencial de una instantánea de época. Si no se recuerda con nitidez la escena, es que pasó desaparcibida en el film; pero es una escena emblemática: siempre me pareció ese "momento de la sensación verdadera" (como reza el título de un libro impecable de Handke), algo más que la crónica de un hombre solo. Blow-Up está repleto de microescenas, breves y rápidas mutaciones con las que el tedio de un profesional vip se ve envuelto, como si la vida fuera un suceso reversionado a crédito. En ese momento de film de Michelángelo Antonioni, el fotógrafo (David Hemmings) está haciendo su trabajo. Y lo hace muy bien, con firmeza de director de cine.
El fotógrafo está dirigiendo a un grupo de cinco chicas, vestidas para diferentes ocasiones: todas representan las distintas facetas de una mujer joven, moderna, con una vida al parecer intresante, diversa, pasible de ser envidiable. Algo más que pequeño burguesas. Parecen modelos de Vogue, o para estos lares, de Para Ti, Vosotras, modelitos de Burda. De fondo, se escuchan los rasguidos sin letra de Butchie's Tune, un tema ultramelancólico de los Lovin' Spoonful, del disco Daydream, de 1966, año de realización de Blow-Up. Pero se trata de la foto de un adios. La película no volverá a ser la misma después de esa escena. Básicamente porque el fotógrafo no se hace entender, fracasa en sus indicaciones, y eso ocurre porque no está contactando con seres de carne y hueso, sino con maniquíes articulados, con sistema circulatorio incorporado, es verdad, pero no comprobable. David Hemmings está imposibilitado de ejercer su trabajo porque la parodia de la parodia se le viene encima, lo descontrola. Es el comienzo del film, y también es el comienzo del fin, ya que el fotógrafo supo lo que es ser asesdiado por la parodia, cuando un grupo de estudiantes pintarrajeados como mimos se le acercan, que acaba de subirse a un Rolls Royce, tras camuflarse en una fábrica, vestido de pordiosero. Doble siumulacro, el súmun de lo paródico. Pero esa escena, donde él corrije una postura de una modelo en forma brusca (o de una "muñeca", como efectivamente se refiere al su propio material humano y de trabajo), a otra chica le obliga a dejar de mascar un chicle, etc., también nos muestra la clase de autoexigencia y debate interior que tiene el fotógrafo.
Y ese simulacro con las modelos, además, lleva adelante algo que Antonioni desarrolló in extenso cuatro años más tarde, en Zabriskie Point, y que es aquello de describir la época desde la tensión del arquetipo. Blow-Up, como la serie The Avengers, o como los episodios hipercómicos de Get Smart en el boliche/tintorería de La Garra (desplazado por la torpeza fonética del agente 86 a La Gala o El Gorro), es la resaca a a go-gó de lo que aún no explotaba y de lo que pocos años después iba a estallar -el hippismo, como el final de Zabriskie Point, mientras los Floyd gratinan el aire con Cuidate del hacha, Eugene-; la disolución del fotógrafo que escucha lo que no aparece, observando un partido de tenis invisible, dramatizado por los mismos mimos que horas atrás repartían pancartas antibelicistas y en contra de la polución, ese descenso hacia su interior más profundo, insondable, reservado para existencialistas, no parece ser la marca necesaria del individualismo, sino los efectos del corrimiento del rebelde modélico, anticipándose a la banalidad consumista -se compra una hélice, porque sí- y no a la transformación de los objetos en hechos artísticos. Esas cinco modelos, como cinco Erinias anti-flower power, son las musas fijas de una percepción decadente del mundo. Blow-Up anticipa el choque racista en el final de Eazy Ryder, la desesperación volátil en The trip, o la violencia retrospectiva y portátil en Alice's Restaurant, para finalizar en las consecuencias del descompromiso político en Zabriskie Point. Se trata siempre de un final estético. El mar y la publicidad, pero también la falta de afecto en The trip, la detonación plástica, un arte pop ralentizado en Zabriskie, el crímen silencioso pero correcto desde la mirada confederada de un país, en Eazy Ryder, y la desaparición del fotograma de David Hemmings, muestran hasta qué punto se filmaba para decir que esa absurdidez de la vida, tenía varios finales comprometidos para una sociedad multifocal. Por eso, esas cinco chicas-maniquíes, mostraban que su ausencia de voluntad no era sólo en función de aceptar ser dirigidas por un ser talentoso pero oscuro, como el fotógrafo, sino que respondían a la postal malversada de una época. No se trataba de chicas que sufrían por los arrozales plagados de napalm o aceptaban el universo psicodélico como una forma de introducir en el cuerpo nuevas experiencias; estaban allí, paradas, congeladas por el clishé, por la mirada aproximada de la revolución cultural que ellas expresaban, pero en su versión más snobista. El a go-gó. Es la gran prolongación de la tintorería de La Garra, pero en versión ontológica. El mango de la guitarra de Jeff Beck, tomado como objeto fetichista, para luego ser arrojado en la calle. El arte visto como cosa utilitaria, rápida, de consumo feroz, cuya simbología desaparece en la medida que se reemplaza por otra. Larga y expandida vida al genio de Antonioni.
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