lunes, 5 de julio de 2010

Se fue Horacio Castillo: Ensenada 1934 - La Plata 2010

A Horacio Castillo lo conocí poco y lo leí mucho. Lo poco que pude conocer a este ensenadense devenido platense, fue suficiente para comprobar que el rito silencioso del bajo perfil acomoda los tantos en poesía. Nada de énfasis, ninguna cosa fuera de su escritura que sobresalga, nada de lobbys subterráneos. El hombre escribía, en ese Egeo personalísimo por el que funcionaba un mundo propiciado por el rigor de una estructura, la absurdidez de un sistema métrico implantado detrás de un lector promedio y esa perturbación que tienen los grandes escritores cuando hacen andar una deriva que parece tragárselos a sí mismo. No habrá otro como él; no hubo otro como él. No porque la muerte lo haya alcanzado es que su figura se agiganta, sino que los que escribimos siempre nos sentimos pequeños delante suyo. Rescato ahora un texto de su tocayo, Horacio Fiebelkorn, que escribiera para la revista El Espiniyo, dirigida por el amigo José María Pallaoro, en 2006. El texto se titula "Castillo, el solista". Antes, para que conozcan cómo escribía, por si nunca lo leyeron, recojo un poema suyo, Para ser recitado en la barca de Caronte, perteneciente a Tuerto rey, 1982:

"El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena remar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz."

Castillo, el solista

Por Horacio Fiebelkorn
1
En un ensayo sobre Juan L. Ortiz, el poeta y crítico rosarino Martín Prieto afirma que “las historias de la literatura, los esquemas, las muestras, trabajan sobre el coro: un conjunto de voces que interpreta una misma canción, sea ésta modernista, postmodernista, simbolista, vanguardista, etc.” Prieto agrega que “una voz disidente no tiene lugar en la convención de la historia de la literatura.”. El ensayista daba cuenta de las dificultades y límites que durante décadas mostró la crítica para ubicar al autor entrerriano en alguna corriente que pudiera identificarse con facilidad.
Los años pasaron y la obra de Ortiz ya no ocupa el lugar de mítico-autor-de-culto-que-mira-el-río: hubo un enorme movimiento que lo llevó de la periferia al centro, y se hizo justicia, pero hubo que pagar un precio, que fue, ni más ni menos, la conformación de un coro orticiano, De aquel poeta que escribía en la máxima soledad, sin gestos rituales de pertenencia, sin códigos de complicidad con nada que no fuese su propia voz, sus propias emociones y su propio modo de percibir el mundo, derivó algo que, ahora sí, permite una afiliación, un carnet de socio: algo que habilita a, llegado el momento, pedir un lugarcito en la historia de la literatura que, como bien se sabe, se escribe en base al coro y no a los solistas.
Se podría, también, hablar de coros gelmanianos, gianuzzianos, lamborghinianos, carrerianos y zelarrayanescos. Sí, claro, puede surgir buena literatura de allí, pero sin el riesgo ni la aventura del solista, que suele encontrar a sus lectores mucho tiempo después de comenzar a difundir su obra.

2
Ajena a este tipo de operaciones –que suelen inflar a ciertos autores en desmedro de otros, y no se ocupan de los menos obedientes al mandato del elogio- la poesía de Horacio Castillo no dejó de crecer y provocar admiración a lo largo de más de treinta años, y su asumido carácter solista la torna resbaladiza y poco dócil a las clasificaciones de la crítica.
La primera en dormirse, en mirar para otro lado, fue la crítica local, incapaz de advertir la ruptura, silenciosa y profunda, que se producía en la poesía platense a partir de los textos de Castillo, con su libro “Materia acre” (Carmina, 1974).
Hasta el momento, nadie comenzaba un poema con versos como “Soltar la lengua, de manera que no trabe el producto/ que viene desde adentro, impulsado / por una fuerza superior”(...)
La impersonalidad que Castillo imprimió a esos versos, daba por tierra con décadas de exaltación romántica, que era la línea dominante en la producción poética platense, defendida con mayor o menor pericia por diversos autores. Línea que prolongaba un concepto que hacía del “yo lírico” el centro de todo, y limitaba la poesía a la manifestación emocional. La complacencia y el autofestejo permitían que bastara expresar buenos sentimientos en verso, para que el resultado sea considerado poesía, y el autor un poeta.
Esa impersonalidad que impuso Castillo en sus textos – y que Pablo Anadón destaca en su ensayo introductorio a la compilación “La casa del ahorcado”- décadas después se constituiría en la marca de identidad de gran número de autores, acaso con otros referentes, pero Castillo ya la había llevado a la práctica en 1974, en plena explosión de poemas coloquiales y redentores de fácil comprensión para las masas populares, y de exigencias extra-literarias al trabajo poético.

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Sin renegar de una filiación que reconoce orígenes en los poetas de la “primavera fúnebre”, en especial de López Merino, Castillo parece haber realizado un trabajo de expurgación profundo en relación al lastre ripioso de ciertos modos de adjetivación, y del uso de endecasílabos y alejandrinos: lo suyo es el verso libre, compuesto palabra por palabra, con un frecuente deslizamiento hacia lo narrativo, sin que esto signifique “prosa cortada en verso”. La asimilación profunda de la poesía griega y anglosajona fue un potente antídoto contra el lugar común de la rima forzada y vacía.
En el ensayo antes mencionado , Anadón establece una diferencia entre la poética de Castillo respecto de la de Alberto Girri –con la cual siempre fue asociada- en el sentido de que la obra del platense se “adentra en una lírica nítidamente visionaria”. Mientras Girri –dice Anadón- “marca los límites de lo que puede y lo que no puede ser pensado y expresado por medio del lenguaje humano”, (...) “Castillo intenta aprehender en imágenes verbales esa forma y ese significado que no pueden ser todavía objeto de pensamiento”. Dicho de otro modo: Castillo nada allí donde Girri se ahoga.

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Pero ¿qué es esa forma y ese significado que Castillo traduce a imágenes verbales? La pregunta no puede separarse de la búsqueda de la lengua que haga posible esa traducción. Castillo habla de forma y abstracción, en el sentido de “separar las cualidades de un objeto para considerarlo en su pura esencia”. La palabra esencia invita a pensar –como lo hace el propio Anadón- en un autor esencialista, pero es posible aventurar otra vía de acceso, otro tipo de comprensión.
En efecto, quitar las cualidades de un objeto es, en más de un sentido, despojarlo de cualquier tipo de restos de códigos temporales o contextuales, y los objetos dejan de ser familiares, pasan a ser raros, o mejor dicho, se muestran bajo una luz enrarecida. A la inversa de Gianuzzi, que vuelve familiar lo que está fuera de foco, Castillo aleja las cosas, las sitúa en un lugar distanciado, para hacer que, desde allí, operen en un efecto ominoso, en el sentido que Freud, justamente, otorgaba a dicho carácter: cuando lo familiar se vuelve extraño, cuando lo desconocido está al acecho detrás de lo habitual. En los poemas de Castillo hay automóviles, postes de teléfono, caciques que hacen llover, imágenes oníricas, ruinas, y un cruce continuo de tiempos, desde la Grecia antigua hacia lo contemporáneo: se permite incluso transcribir, en “La toma de Constantinopla”, fragmentos del tema “The end”, de los Doors, pero el clima, en todo momento, hace destilar sobre el aquí y ahora la penumbra dramática de objetos y personajes. El gesto de interrogación que el pulso de Castillo deja caer en su poesía, es atemporal sólo en apariencia: siempre está dirigido al presente, concebido como resumen de la Historia, por más que muchos de sus textos aludan a un pasado lejano, temporal y geográficamente. En esas preguntas que deja picando sin formular, la lengua se prolonga en la lectura, y el poema, finalmente, se realiza, rompe el cerco de la página, invita a una caza de altura. “El poeta es el poema”, dice Castillo en una entrevista, llamando a concentrarse en el texto, y no en el posible rastreo de autobiografía en sus poemas.

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Impersonalidad, narratividad, adjetivación sobria, mínima intervención del ego: el poema “Culto”, publicado en 1974, permitiría caracterizar a la poesía de Castillo como objetivista. Pero esa definición implicaría limitar o condicionar a la obra en relación a aquello que le permite hablar por sí misma, e invita a confusiones, en la medida en que, en todo caso, el camino de Castillo no tiene mucho en común con la ruta que transitan otros autores que sí se reconocen en ese modo de concebir la poesía. Visionario a la manera de Blake, Castillo no forma parte de ningún coro, y no dirige ninguno: es lo que Harold Bloom llamaría “poeta fuerte”, y su obra no convoca a formar coros sino a que aparezcan más solistas que se animen, con los materiales de cada cual, a no ejecutar otra cosa que no sea su propia música.



Entrevista a Horacio Castillo, para la revista virtual Atmósfera Nº 3, 2007. Reportaje a cargo de Horacio Fiebelkorn, Daniel Durand, José Villa y Juan Desiderio. Gentileza de Horacio Fiebelkorn. Al final de la entevista, Castillo lee un poema, El pecho blanco, el pecho negro, perteneciente a Los gatos de la Acrópolis. Los primeros versos del poema, en la voz de Juan Desiderio. Todo un trasvasamiento generacional.

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