DE SENECTUD
En efecto, la nariz caída, la punta enrojecida, moquera, y en
el traspatio, moquillo de las
gallinas picoteando sucia
verdolaga.
Cotidiano, el lapso mental constante, casi alegra ver surgir un
pensamiento (imagen) algo
que hacer, tarea a completar,
la vecina (¿cuál?): y lo que
dijo el rapado bajando juntos
en el ascensor a recoger el
correo, ah el correo, todo al
instante verlo baladí borrase:
conato, y nada: lo incoado,
nada.
El chiste que dice que si al despertar nada duele, señal que
has muerto. Nadie ríe.
Alguno que otro sonríe.
Papá, dicen por ahí, se
repite. Mamá le pide que
acabe de sorber la papilla.
Pide papá un vaso de
aguardiente, guisote de
res, ajo, papa, cebolla,
y de postre fabada: anda
ya, deja de guapear y
termina el sopicaldo, la
avena aguada, la manzana
asada, bájalo todo con agua.
El agua deteriorada del mediodía que ya a las seis de la mañana
mostraba al ojo del buen
cubero su piltrafa, la
herrumbre pasada por
agua del agua, la ósea
filtración de la madre
fallecida cuánto hace
a qué edad dónde (y
no en el certificado
de nacimiento) vino
al mundo: un eco
mental proclama
nuevo lapso mental,
queda en el aire
bailoteando un etc.,
entrecortado.
La cantina, hay que comer caliente, nos la deja un lazarillo en el
quicio (toca el timbre) de
la puerta (se esfumó): qué
impaciencia. Agacharse,
alzarla, olisquear, el plato
sobre la mesa, el juego
de cubiertos, el vaso
amarillento, bien calzada
(cerciorarse) la dentadura,
y a la carga: papa majada,
una chuleta de cordero,
ensaladilla rusa, casco de
guayaba o fruta bomba,
habría que aprender a
hacer tisanas combinando
tres o cuatro yerbas
medicinales. Remedios.
Cocimientos. La verde
actividad, nadir deshecho.
La última violencia, tilde sin letra. Ahí va, velocidad de un cohete,
por el espejo la veo olisquear
mi presencia encogida (¿de
hombros?): soy fácil de
olisquear, olor a viejo, ese
olor a nata olvidada en la
cazuela donde hirvió la
leche, entre agujeros:
cuajarón, caseína fétida,
aterido calostro que la
amarilla perra de largos
dientes cariados, de
nicotina estriados, reconoce:
gira, se me planta delante,
venia, brazada de calas, no
quiero, en bulto la deja caer
sobre mi regazo, ¿huelen?,
¿queman? Huele el espanto.
Ésta ha sido la última
violencia, qué duda cabe,
se aleja, me adormezco
(¿igual que los patriarcas
de Israel?): inscriben unas
palabras en las que falta
la tilde, falta de plástico la
cala que ha de ir en el pico
del ángel que anuncia mi
renuncia a estarme quieto.
José Kozer
Sesenta y nueve chirlos después, recibo la orden
en secreto y escribo: “Es un martirio no verlo otra vez”.
Entonces creo en los sometimientos, en la naturaleza
de lo sometimientos, en su ahorro de a tercios, de porcentuales
irrisorios, mezcla de plasmo e indo, supongo que mis líneas
llevarán un poco de calma, no me volveré cetáceo ni escupiré
mi reclamo por no haberle escrito antes. ¿Sabrá de sobra
cuánto, de sobra conocerá, al dedillo, conocerá el tipo de calor,
la muestra de sangre que elegimos compartir una vez
cruzados en vida? A este hombre se lo quiere porque quiere;
es decir, porque él necesita querer, y porque esa necesidad
también es nuestra; es decir, jamás fue nuestra hasta que nos
fue enseñada por él, y su amor a ellos, que somos nosotros,
es decir (again), su amor nos hace ellos, y nos vuelve nosotros
justo en el momento donde seríamos nada ante nadie. Sesenta
y nueve sopapos después, se lo quiere porque siempre
necesitaremos de él. Porque ganó tantas batallas sin que
supiéremos cómo confortarlo; porque su hogar es parte
de una misma tirada de hormigón. ¿Sabrá desde antes
de escribir cómo se lo necesita? Entonces habrá qué decírselo.
Se lo diré de una vez. No pasaré un día más sin decírselo.
M. A.
Kozer leyendo. 14 de Marzo de 2009
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