Entrevista con Pierre Klossowski *
Durante mucho tiempo usted ha simultaneado escritura y dibujo. Sus dibujos acompañaban a sus textos o les servían de portada. Después hubo una ruptura y el abandono de la actividad literaria en beneficio únicamente del dibujo. Y curiosamente, o sintomáticamente, algunos de los que le aclamaban como escritor se han visto incomodados, perturbados por el pintor, sea que hayan fingido ignorarlo, sea que hayan intentado reducir sus dibujos a una ilustración de sus relatos, a la simple traducción o transposición en el lienzo de las escenas descritas en sus libros.
No he simultaneado las dos actividades, sino que las he realizado de manera alternativa. Hubo un período, el de los dibujos con mina de plomo, en el que el dibujo coexistía, de hecho, con la escritura. Después vino el descubrimiento del color, que se correspondió con el abandono de la escritura. La satisfacción que me procuraba la experiencia del dibujo me dio la ocasión de dedicarle completamente el tiempo que exigía. Esta manera de expresarse, aparentemente primitiva debido a su inmediatez en comparación con la escritura, no podía sufrir la concomitancia de la comunicación escrita, que es siempre indirecta en cuanto a la emoción vivida. A saber: el lenguaje, en tanto que depende del sentido común, altera el motivo particular con respecto a la receptividad general. Al renunciar a la escritura, que se prestaba constantemente al malentendido, me constreñía a no pronunciarme de otro modo que mediante el cuadro, exponiéndome a hacer sentir mis visiones a mis contemporáneos antes que a hacérselas comprender.
Quedamos en que cuando el color aparece, la escritura se retira. Como si las figuras de sus relatos hubieran cedido ante las de sus dibujos. Ahora bien, su técnica pictórica es la de los lápices de colores. ¿De un lápiz a otro en suma?
De hecho, he pasado de la grafología a la caligrafía, o más bien a la jeroglifia. Trato la pintura como una jeroglifia. El pensamiento ejerce en ella una vigilancia: el movimiento espontáneo está constantemente controlado por un conjunto de criterios, el gusto, el estilo… Hay ciertos estereotipos a los que obedezco, otros que rechazo. Es una autocrítica permanente. He partido de la idea de una pintura mural, con lo que ello acarrea de teatralidad, de espectáculo. No olvido nunca que trabajo sobre una pared, en función de su verticalidad, y no a partir de imágenes que podría disponer como quien coloca un libro.
Concepción que subtendía ya la escritura. Sus relatos dependían de una escritura de la mirada, de la imagen mental, más que de una escritura del sonido o del verbo. De ahí la importancia de los tableaux vivants y de la descripción minuciosa del colorido. Después, por ejemplo, de la escena de las barras paralelas –otra vez posturas–, Roberte se contempla en un espejo antes de admirar «el deslizamiento de la ciudad». Eran ya gestos de pintor. Las palabras tenían la función de reflejo, de espejo. El signo actuaba de consuno con la imagen.
Ha habido una ruptura absoluta con la escritura. Pasando de la especulación a lo especular, me encuentro de hecho bajo el dictado de la imagen. Es la visión la que exige que diga todo lo que la visión me da. Sin duda, he debido recordar a algunos autores de la última Antigüedad helenístico-romana, como Filóstrato de Lemnos, que habían imaginado un género retórico para evocar por medio de la escritura obras plásticas imaginarias. Así hace Apuleyo al describir una estatua de Diana como obra de arte. Yo mismo he pensado en algún momento describir mis personajes como otras tantas estatuas, retratos, figuras de cuadros… cuyos personajes hubieran sido los modelos. Y después la problemática moral ha tomado la primacía. Estaba entonces en plena lectura de San Agustín, en una situación, por tanto, de drama filosófico en torno a la imagen y a las disputas teológicas concernientes a la teátrica. La imagen era para mí un condensado de la experiencia incomunicada. Ningún contenido de experiencia se puede nunca comunicar más que en virtud de rodadas conceptuales excavadas en los espíritus a través del código de los signos cotidianos. Y a la inversa, este código de signos cotidianos censura todo contenido de experiencia. Desenlace: la imagen, el estereotipo. El estereotipo tiene una función de interpretación ocultadora. Pero si se la acentúa hasta la desmesura, viene él mismo a operar la crítica de su interpretación ocultadora.
¡Por su sonoridad, ya el nombre de Roberte es una imagen! Roberte es, entre otras cosas, un personaje que pertenece a las ilustraciones de mi infancia.
Sin embargo, sus relatos se distinguen de sus dibujos en un punto. En la escritura, la palabra, la sintaxis reclaman siempre en mayor o menor medida el poder de significación de la lengua. En ese aspecto, sus relatos serían la parte de usted que pertenece al espacio cristiano, con lo que ello implica de atención al sentido y a la hermenéutica. En sus dibujos, por el contrario, la imagen no es más que inmediatez, juego de espejos que dispersa y refracta el sentido hasta el infinito en posturas, movimientos… Se estaría aquí más cerca de su parte pagana, politeísta. O sea, dos aproximaciones al problema de la comunicación.
Existe un fondo incomunicable, irreductible, que no se puede expresar y para el cual se crean equivalentes. Se suscita así una tensión entre la necesidad de comunicar y su imposibilidad. Admito las teofanías, no busco profundizar su enigma. Ignoro si es contrario o no al cristianismo profundo. La imagen es para mí como la materialización de la idea de delectación morosa, una potencia. Santo Tomás define la imagen, por una parte, como cosa distinta de lo que representa, y a partir de ahí, movimiento en la facultad cognoscitiva y en la cosa representada; por otra parte, como movimiento en la imagen y en la cosa misma de la que es imagen. O sea, literalmente, un motivo.
Para producir este movimiento de la imagen, usted ha escogido la convención académica. Como si, paradójicamente, cuanto más académica sea la pose, más ofrece una oportunidad de acercarse a lo incomunicable. En suma, ¿la mejor comunicación posible reside en la imposibilidad de comunicar? Una evidencia se deriva de sus dibujos: son poses, posturas de estatuaria. Su presentación espacial y en movimiento es la de los grupos…
Alimento desde hace algún tiempo el sueño de trabajar en cera, de hacer que ejecuten mis dibujos en cera. En cuanto al academicismo premeditado de las poses, esa banalidad extrema debe permitir expresar lo que oculta. Bajo esa banalidad, ¡un acontecimiento!
Tanto más cuanto que bajo esa banalidad de las poses, bajo su aspecto coagulado, se anima una violenta dinámica. ¿La banalidad reclamaría así «pasar detrás», en el sentido en que escribe usted en Le Souffleur: «Hace años que me esfuerzo por intentar situarme detrás de nuestra vida para poder contemplarla»?
La imagen es un signo, pero de un universo distinto al de los signos significantes. Es especular y no especulación. En la Antigüedad, las estatuas tenían un papel tutelar, pero no participaban de la esencia divina. Sólo a partir del cristianismo, o sea, después de la Encarnación, es cuando la imagen expresa lo sobrenatural en las realidades carnales y terrestres que reproduce. ¡De ahí el problema de los iconoclastas! Por mi parte, yo me atengo a motivos específicamente especulares.
Lo que me parece que responde a la objeción que se le dirige a veces de ser «un escritor que dibuja», como si primero enunciara un texto y después lo ilustrara con imágenes. No habría cronología entre las dos aproximaciones, sino sincronía. Sus dibujos nacerían no de una mirada que lee, sino de una mirada que ve y transmite imágenes mentales, fantásticas o fantasmáticas.
Fantásticas no. Son construcciones mentales figuradas. Mis dibujos obedecen a una voluntad de figurar. Es una manera de ver y de sacar a la luz el pathos.
Es decir, la misma tensión que anima sus textos, pero resonando bien en escritura, bien en pintura. Al mantener intacta esta tensión, al rechazar la reconciliación con las potencias interiores que la suscitan, les da usted la espalda a las investigaciones científicas contemporáneas. ¿De ahí su profesión de fe por la demonología, concebida como práctica y como método?
Rehabilitar la demonología es ante todo para mí una verdadera pathofanía, a la vez método y conflicto. El carácter teátrico de la teología procedía de su creencia en el alma humana como lugar habitado por potencias exteriores autónomas. O sea, una topología mental, el pathos concebido como un topos. Para que el artista consiga sus fines, para que obtenga el efecto que busca, le es preciso mantener la hipótesis de un universo demonológico análogo a esas fuerzas que lo habitan; y que trate cada movimiento de su alma como correlativo de algún movimiento demónico. En este sentido, y más allá incluso de la cuestión del «tema» o del «motivo», el artista tiende a falsear su modelo invisible, a seducirlo, para comunicarlo a través de su semejanza, su simulacro. La pintura es una pathofanía en cuanto que el cuadro reproduce una estratagema demónica y, a su través, exorciza y comunica la obsesión del pintor.
Pero hay una diferencia fundamental entre producir un simulacro y recibirlo. Cualquier forma de comunicación está siempre gravada por ese hiato que hay entre la voluntad de alcanzar y la facultad de ser alcanzado. Para quien mira el cuadro, lo que el pintor designa como cierta semejanza se convierte en otra semejanza…
Las fuerzas demónicas obsesivas actúan simultáneamente pero de modo diferente en el artista y en su simulacro, en el simulacro y en su contemplador. En este sentido, la estructura de un cuadro hace lo mismo que la estructura de una frase, que desaparece en eso mismo que ella da a entender.
Para regresar a la pathofanía, ¿no se puede esbozar una comparación con el psicoanálisis, que también considera el pathos como un topos, como un lugar atravesado por tendencias en conflicto? ¿Habría entre ambos una comunidad de exorcismo?
Lo que llamo exorcizar es expulsar de un alma un espíritu maligno. Pero, para expulsarlo, hay que saber hablarle en su propia lengua, y para convencerlo de que salga, ofrecerle otro lugar. Tal vez esta afirmación se atribuya al hecho de que trato de hacer comprender cómo el mismo esquema de «objetivación» preside tanto los procedimientos modernos del análisis patológico como aquellos, anteriores, del exorcismo. Y ciertamente la analogía entre el objetivo perseguido por el terapeuta y el del exorcista me parece demasiado fácil como para no prestarse a confusión. Si el objetivo fuera el mismo, ¿a cuento de qué esa distinción entre potencias exteriores e interiores, ajenas o propias? Resulta que los objetivo, y también, por tanto, los medios que concuerdan con esos objetivos, no son idénticos: uno y otro método proceden de una concepción totalmente opuesta a la de interior o exterior. Para el analista, el paciente es incapaz de salir de su propia interioridad y no podría encontrar su salud más que en la persona del terapeuta. Este último tiene la tarea de inducirlo a objetivarse progresivamente en la mirada de los fenómenos que absorben estérilmente su energía. Las nociones de inconsciente o de consciencia oculta asimilan el interior a los límites de la subjetividad individual, y el exterior a una objetivación progresiva, a través del retorno al principio de realidad. Lo que equivale a decir que la curación no se efectúa más que a través de una nueva alienación. El paciente sólo vuelve a sentirse normal si expulsa los acontecimientos de su interioridad, que experimentaba anteriormente como realidades exteriores a él mismo.
No considera la posesión como una enfermedad, sino como un hecho espiritual. El alma está siempre habitada por alguna potencia, buena o mala. Las almas no están enfermas cuando están habitadas, lo están cuando no son ya habitables. La enfermedad del mundo moderno es que las almas ya no son habitables, ¡y lo sufren! Se cree que se pueden reducir a nada las potencias maléficas con el pretexto de que ya no hay un ser sobrenatural. ¡Mal cálculo! Desde el momento en que existe un ser, existe la sobrenaturaleza.
Así pues, la práctica demonológica sería una especie de exégesis figural, la figuración exegética de las potencias buenas o malas que habitan el alma. Es decir, ¿una voluntad de decirlas, sin intentar cambiarlas?
Es necesario que identifique las potencias que me hacen hablar. El exorcista otorga una realidad, una acción efectiva, a unas potencias dotadas de una existencia autónoma, exteriores a la del sujeto que tratan de poseer, y que esterilizan otras fuerzas fecundantes. Aquí no hay interioridad en el sentido moderno. El exorcista se sitúa en el punto de vista mismo de las fuerzas ajenas. El alma es para él un lugar exterior a las potencias, del mismo modo que estas potencias le son exteriores a él. De aquí procede mi afirmación de que la patología es una topología.
Exorcismo, exégesis, figuración… son formas de comunicación que reconocen su imposibilidad de comunicar verdaderamente. Intercambian algo incomunicable. Encontramos aquí la tesis de Duns Scoto, que a usted le gusta evocar, según la cual las naturalezas no podrían comunicar por estar cerradas. A partir de aquí, ¿que significa este intercambio en ausencia de comunicación?
A mi parecer, es una facultad de interpretación, de identificación con algo extraño a su propia naturaleza. Algo en mí se identifica con lo que me pertenece mas no en propiedad exclusiva, sino que surge bruscamente en mí. En Roberte, Octave demuestra de ese modo cómo una persona es susceptible de interpretaciones diversas por parte de los individuos que la rodean. Bajo la influencia de sus miradas, lo que constituye su unidad moral se deshace. Resurgen entonces en ella virtualidades que se redistribuyen de tal manera que la sustancia de Roberte es susceptible de ser lo opuesto de lo que ella cree ser. Hay una actualización de Roberte; una fuerza se apodera de ella, actualizando una cosa que le es inactual pero a la que, sin embargo, se presta.
¿No interviene el mismo proceso en la contemplación de la obra de arte? ¿Lo que usted pone a la vista en potencia es actualizado por la mirada que, a la vez, lo destituye sin poseer nunca el cuadro mismo, sin acercarse nunca a la visión del artista? ¿Conservaría siempre la obra de arte su opacidad?, ¿sería siempre incomunicable?
¿No es éste el principio universal de toda producción o creación que ofrece a otros el medio de reconocerse en ella al mismo tiempo que oculta su fondo propio? El cuadro es la materialización de una idiosincrasia. Es un objeto, una mercancía accesible a muchos. Los aficionados que lo compran pueden reconocerse en él, encuentran en él una complicidad. Pero raramente hay coincidencia entre esas afinidades y las intenciones del artista: el cuadro permanece siempre como una transposición, un simulacro. Si satisface al aficionado que se reencuentra en él lo hace precisamente en tanto que simulacro. El espectador y el artista no interpretan el cuadro de la misma manera porque no proyectan en él los mismos hechos de experiencia. ¡Los pathos no comunican! Incluso si se reproduce una obra en miles de ejemplares, eso no es nunca más que una esquematización del original. Así pues, no se puede hablar de un original en relación consigo mismo, porque habrá siempre un modelo que permanecerá desconocido desde el exterior.
Si vuelvo a mi idea de estereotipo, puedo decir que éste permite precisamente una esquematización y una vulgarización que encuentran su origen en el fantasma. Pero un fantasma cuyo contenido ha desaparecido a causa del hecho de su materialización. Todas las interpretaciones entonces son posibles. Los que han utilizado el estereotipo –Ingres, Courbet, Delacroix…– han puesto en él a la vez un contenido que les era propio, y también lo han criticado, han puesto la tradición en entredicho. En cada ocasión hay simulacro y disimulo. Empleo el mismo procedimiento cuando utilizo las formas más estereotipadas para las cosas más incomprensibles.
Procedimiento que elimina cualquier posibilidad de arte «abstracto»…
Recuerdo unas palabras de Giacometti: «¡el cuadro es en sí una abstracción!» ¿Qué hay más abstracto que la figura? Un cuadro figurativo se puede traducir inmediatamente a arte abstracto.
Así pues, más allá del realismo, ¿hay una sobrenaturaleza que permite y establece la comunicación, o por lo menos el intercambio, la interpretación?
En pocas palabras, hay una noción de realidad que desaparece a favor de la sobrenaturaleza. Toda obra de arte pertenece así al orden de la revelación de una esencia y de su contemplación.
Pero la revelación es siempre infiel, imperfecta. El primer gesto del pintor está ya en retirada con respecto a sus intenciones. Todo dibujo está así a la vez demasiado acabado e inacabado…
Nos encontramos aquí con el problema de lo arbitrario, del azar y de la necesidad. O sea, el problema del juego. Hay una necesidad de jugar. Pero al jugar se experimenta lo contrario. Si no hubiera contrario, no se podría jugar. Comenzamos a jugar porque creemos que hay un azar. Y después entramos en un orden del que no podemos escapar.
¿La obra sería la expresión de este dilema? Es decir, ¿una apuesta lanzada contra una maldición?
En el hombre, el origen de la creación es la necesidad de redimir su existencia. Se le ofrece una abundancia tal, que lo aplasta si no logra encontrar una réplica a esta riqueza agobiante. Así, busca constantemente crear el equivalente de esta riqueza.
Extraído de www.circulobellasartes.com